Raimundo Viejo Viñas

Profesor, autor, traductor, editor, ciudadano activo y mucho más.

Mar

12

[ es ] Podemos y la institucionalidad


Este artículo fue publicado en el número 15 del digital Pasos a la izquierda. Con su publicación retomo la escritura como ciudadano de a pie.

La crisis interna por la que está atravesando Podemos, y más en general el campo de la ruptura democrática, dista mucho de encontrar solución. Basta con pensar lo que está sucediendo en Madrid para percartarnos cuán lejos estamos aún de resolver el nudo estratégico en que nos encontramos. Sería ingenuo pensar que con solo un mejor relato y propuesta comunicativa, a la manera en que ya opera Más Madrid, pudiera alcanzarse el éxito. Partamos de una obviedad: relato y comunicación no lo son todo, por más importante que sean. Tampoco si añadimos programa, candidatura y cuanto se pone en liza durante una campaña electoral acotamos la cuestión. Hay que ir más allá para llegar al problema de fondo. Quizá sea esta autocrítica la más difícil de asumir colectivamente, ya que el éxito comunicativo se encuentra en el centro de nuestra propia genealogía. Pero en política, sabido es, no todo va de campañas, incluso cuando el horizonte inmediato es una nueva contienda electoral.

Ciertamente, la cuestionable comunicación política que se ha seguido de Vistalegre II no se puede sustraer ya a sus efectos negativos sobre las encuestas: los diagnósticos y pronósticos de apoyos menguantes anuncian derrotas que no por negarse con las mayores dosis de disciplina interna, van a dejar de hacerse efectivas. No es cuestión de “bajar línea” cuando esta se ha aplicado sin grandes resistencias internas durante más de un año. Por eso, el gesto valiente de Íñigo Errejón al restituir el discurso a un horizonte de voluntad ganadora no solo ha sido necesario; era y es el imperativo del momento político, so pena de dar ya por perdida la batalla de mayo y lo que sería mucho más grave: la posibilidad de relanzar el campo de ruptura democrática.

Sería un error, pues, confundir la diagnosis del nudo estratégico actual con un mero problema de relato y comunicación. La cosa no va de resistir en la trinchera izquierda, como ha propuesto —fracasando— la línea oficial. Pero tampoco se trata de restituir únicamente la transversalidad populista perdida para que vuelvan a florecer los apoyos gracias a una ilusión taumatúrgicamente renovada por el arte de la persuasión. El discurso es mucho más y nos remite siempre a un plano de consistencia insoslayable. Siempre que se intenta repetir la historia, la tragedia acaba en farsa. Por eso hay que ir más allá y resituar el análisis en un horizonte más amplio, democrático y constituyente.

Podemos y las confluencias no solo tienen un problema de relato y comunicación, que lo tienen. Hasta cierto punto al menos, esto es relativamente fácil identificar, tiene responsables directos y una solución práctica con solo volver la mirada sobre aquello que en su día nos hizo irrumpir, sorprender y avanzar. Es un camino conocido para quienes hemos estado en esto desde el principio y más atrás. La cuestión de fondo, sin embargo, es otra y debe ser abordada con un cierto rigor teórico e intelectual. De otro modo, las pugnas por imponer relatos meramente ideológicos (ajenos al plano de consistencia) nos impedirán dar con una solución a la deriva actual. Se trata, pues, de abordar el proyecto político y su relación con el poder constituyente. Al fin y al cabo, no puede ser de otro modo cuando lo que está en juego es el avance de la democratización frente a las resistencias que le sigue oponiendo el régimen del 78.

Lo que articula cualquier proyecto de cambio de régimen y el poder constituyente no es otra cosa que una institucionalidad otra; capaz de encarnar en sí misma una suerte de “futuro anterior”, esto es, una institucionalidad que antes de ser constitucionalizada demuestra ya ser capaz de catalizar las aspiraciones democráticas de quienes se implican en ella de un modo u otro. Sin una institucionalidad tal no hay sustento discursivo alguno a medio plazo; solo el gesto de ruptura inicial y su agotamiento postrero. Este ha sido y es un mal que aqueja de antiguo al activismo de los movimientos sociales. Por esta vía se pierde pie en el plano de consistencia y se acaba cayendo en las inercias de la institucionalidad preexistente; a saber, la del régimen del 78.

Y aunque este es un tema que apenas parece recordarse ya, lo cierto es que el gesto que hizo posible la irrupción de las fuerzas de ruptura democrática (Podemos, confluencias, municipalismos, etc.) consistió en poner en marcha de una institucionalidad diferente que originaba de por sí las condiciones de posibilidad de un cambio de régimen. Códigos éticos, primarias abiertas, límite de mandatos, etc., un sinfín de propuestas marcaron el despegue desde 2014. Hasta el cierre del ciclo electoral que marcó el 26J, la experimentación tuvo un carácter creativo, original, disruptivo; vale decir incluso, constituyente.

Sin embargo, el fin del ciclo electoral fue útil a la clausura de dicha experimentación. No hay autocrítica en serio que no deba comenzar a preguntarse desde aquí. Una respuesta favorable a las decisiones adoptadas a partir del cierre de las últimas elecciones generales solo encuentra sustento en una renuncia a seguir avanzando. O lo que es lo mismo: a dar por buena la institucionalidad alcanzada tras el ciclo electoral como instrumento de cambio. Resulta cuando menos ingenuo pensar que a día de hoy podamos estar encarnando el cambio en las formas de hacer política que se desearía para el conjunto del país y que este desearía para sí. Antes bien, más parecemos evocar un pasado posterior que no un futuro anterior.

Incluso siendo previsible que no sería fácil, la colisión con el régimen desde la exterioridad institucional de origen dejó mucho que desear. Profundizar en otra institucionalidad que consolidase lo avanzado fue una suerte de mandato implícito de Vistalegre I para Vistalegre II. En su lugar se prefirió consolidar el golpe de timón que destituyó al secretario de organización, Sergio Pascual, y sustituir el asalto a los cielos por el asalto interno a los recursos de poder conquistados. Se demostraba con ello una pobre concepción del poder. Pero, sobre todo, allí donde más de cinco millones de votantes habían depositado su confianza en un proyecto de profundización democrática se abrió paso a una deriva en la que se ha venido agotando toda potencia y perspectiva de cambio.

Un análisis crítico de las mutaciones habidas en aquella institucionalidad primera bastaría para constatar el agotamiento del impulso inicial: cambios en reglamentos de primarias, liquidación de Impulsa, articulación interna de grupos parlamentarios, relación con las confluencias, carencia de modelo territorial definido, etc. La lista se podría alargar páginas y sigue por desgracia pendiente de ser detallada y realizada con el rigor de un análisis en profundidad de lo sucedido el último lustro. Y aunque tal parece que pueda llegar a ser su destino, el análisis detallado no debería quedar en manos de académicos. No al menos si se sigue aspirando a continuar el camino iniciado.

Para poder seguir avanzando, las fuerzas que configuran el campo de la ruptura democrática deberían volver a ser el laboratorio político que fueron. Anticipar por su propia praxis las posibilidades mismas del cambio de institucionalidad que se aspira a plasmar para el conjunto de la sociedad. Se trata de ser hoy un futuro anterior, una opción que por la vía de su propia praxis gane apoyos y recupere la confianza. Solo así podrá mejorar la comunicación y adquirir consistencia el relato. Después de todo, no se puede pretender encarnar como representante la realidad social de lo representado y llevar un modo de vida de élites. No es de recibo pedir la derogación de la reforma laboral y ser sentenciados en tribunales por vulnerar derechos fundamentales. No es posible seguir esgrimiendo falacias como la aspiración a una solución “confederal”, si no se aclara antes que una solución así exige la independencia previa de los constituyentes. No se entiende querer articular algún tipo de solución descentralizada al problema territorial y ser ejemplo de jacobinismo. Y así con una lista demasiado larga ya.

La colisión con el régimen del 78 es un hecho hoy por hoy, la arena política en la que hay que jugar. La crisis abierta en Madrid nos ha recordado que todavía es posible reabrir el campo político para una mayor y mejor democracia. Para ello es preciso resituar el discurso en un horizonte ganador componiendo por medio de una institucionalidad otra una agregación lo más amplia posible. Solo así se puede seguir avanzando una vez superado el momento fundacional; sin ahogar el impulso constituyente, generando una confianza cada vez mayor en que el cambio es posible. La confianza en democracia solo nace de una impersonalidad propia de la institucionalidad que atiende a cualquiera. Frente a los excesos narcisistas es hora de impersonalizar la política para la gente. Ahí radica la confianza que hace posible apoyos generalizados.

La ventana de oportunidad que se abrió en 2014 se cierra. Si ilusión fue el efímero significante del proceso de subjetivación que rompió con el pasado, confianza debería ser el significante duradero para articular de manera convicente un futuro. De eso se trata después de todo cuando se quiere superar la lógica de incertidumbre imprevisible que introduce el estado de excepción. No deberíamos olvidar que la democracia es justamente el tipo de régimen que mejor institucionaliza la incertidumbre, confiriendo a las legítimas aspiraciones de la multitud un horizonte en el que desplegar su potencia constituyente. Ese, que no otro, es el camino de más y mejor democracia.