Feb
20
[ es ] ¿Deberían las redes activistas del movimiento salvar a la izquierda?
- POSTED BY Mundus IN Sin categoría
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Se avecinan tiempos electorales y pronostican un posible giro a la derecha. Las oposiciones del PP a nivel estatal, como de CiU a nivel nacional, son un buen ejemplo de hasta qué punto las formaciones de derechas se limitan a esperar a que la lógica pendular de la alternancia les devuelva al poder. Conscientes de que no pueden desvelar que, de estar gestionando ellos la crisis, lxs precarixs estaríamos en estos momentos todavía mucho peor (reforma laboral, más recortes sociales, más regalos fiscales, etc), se contentan con explotar la estructura de oportunidad que les brinda la crisis y los errores (por veces muy sonados) de la izquierda gobernante, para preparar su regreso al poder. Primeros interesados en favorecer la mal llamada «desafección política» (en rigor, la deserción ciudadana del gobierno representativo), los líderes de las derechas cuentan con que en la rebaja del «todos son iguales» se haga posible el cálculo electoral que desplace el votante de centro hacia la derecha con el único objetivo del cambio por el cambio (la alternancia, que no la alternativa).
¿De nuevo en manos del votante de centro?
Ante la perspectiva del cambio electoral, los grandes medios de comunicación se aplican una vez más al viejo truco del centro político. El centro, como es sabido, aunque a menudo olvidado, no es una posición política, sino más bien un lugar de tránsito (de la izquierda hacia la derecha; de la derecha hacia la izquierda) que se suele esgrimir con el objeto de presionar a gobierno y oposición a fin de que obedezcan a un mando efectivo no pocas veces situado fuera del marco estatal en las instituciones del capitalismo global (así, por ejemplo, «los mercados financieros internacionales» que al parecer están tan descontentos con Zapatero). Una vez más, el constructo mediático del votante de centro articula aquí la deliberación pública. Dando por sentado el secuestro identitario (aunque menguante) de los electores de izquierdas y derechas en sus respectivas trincheras, el votante de centro es presentado como el decisor efectivo de la contienda electoral. De su voluble voluntad, se nos dice, dependen nuestros destinos. Y a fuerza de ser considerado como un hecho inevitable, hemos confirmado la profecía que se autorealiza.
En efecto, el viejo truco del centro está anclado en bases tan sólidas como nuestra categorización judeocristiana del mundo. Izquierda y derecha son dos conceptos políticos nacidos al calor de la institucionalización del gobierno representativo que siguió a la Revolución de 1789. Su resonancia como marco interpretativo del mundo (frame), es, no obstante, mucho más antigua y sólo se inscribe y entiende en la lógica categorial diádica y maniquea del blanco y negro, alto y bajo, luz y oscuridad, arriba y abajo, etc. A nadie debería sorprender los campos semánticos en que se construyen y operan izquierda y derecha como conceptos políticos. La primera, la siniestra, lo siniestro, lo oscuro, lo de abajo; la segunda lo derecho, lo correcto, lo claro, lo de arriba… Acaso el mayor logro histórico de los contrarrevolucionarios (y el mayor fracaso de quienes han aspirado a la emancipación del ser humano) haya sido precisamente éste.
No obstante, en esta categorización judeocristiana de la política, izquierda y derecha no son en modo alguno dos fuerzas iguales o simétricas, un equilibrio perfecto a la manera del yin y el yang, o de las derivas sectarias de cátaros, bogomilos o maniqueos. Antes bien, el dualismo judeocristiano, enunciado en los esquemas ideológicos de la trascendencia, comporta una moralización del mundo que hace posible un determinado tipo de gobernanza. Gracias a la teleología que informa esta moralización resulta posible la producción del mando, la orientación moral y disciplinaria de las conductas, la dirección política de la sociedad: al no ser simétricas izquierda y derecha, la primera siempre ha de ser resistencia a ser dominado; la segunda, dominación. Y dado que los recursos no se encuentran distribuidos por igual, al final la derecha cuenta a su favor con la inercia, con la lógica de la construcción trascendente del mundo. Nadie mejor que Hegel entendió y dio forma filosófica a todo ello, adelantándose, comprendiendo e incluso cercenando a priori, a su más brillante discípulo, Karl Marx.
Más allá de izquierda y derecha
¿Pero han de ser las cosas necesariamente así? ¿Nos encontramos irremediablemente encerrados en la lógica diádica (incluso dialéctica) de nuestra cultura o es posible la fuga, la búsqueda del tercero? Y si no ha de ser así ¿cómo desmontar el círculo vicioso de la alternancia y favorecer una estrategia emancipatoria efectiva? Vayamos por partes. Lo primero que hemos de considerar es el carácter construido del discurso político. Construido no significa, empero, que sea inevitablemente artificioso, aunque sí artificial. Podemos ser en el mundo gracias a determinados esquemas interpretativos de la realidad (frames) que no necesariamente han de ser verdaderos, pero que disponen, por ello mismo de una particular condición: ser generadores de realidad. El sociólogo I.W. Thomas lo explicó por medio de un célebre apotegma: «aquello que es considerado como real, es real en sus consecuencias».
Izquierda y derecha no son reales en el sentido de Thomas, tal y como se demuestra en los debates bizantinos sobre qué es izquierda (sintomáticamente, tal y como reconoció Habermas en su día, nadie se pregunta qué es derecha, a pesar de que la respuesta a qué es izquierda sea tan sencilla como «todo aquello que no es derecha»), pero vaya que si son reales en sus consecuencias! Si queremos escapar a la doble trampa de la alternancia y la subalternidad (esta afecta a las pequeñas formaciones principalmente situadas más a la izquierda del PSOE) parece bastante evidente que se ha de comenzar por deconstruir el aparato categorial que hemos heredado. La tarea filosófica e incompleta de Nietzsche y los Lebensphilosophen, de Wittgenstein y los filósofos del lenguaje, de Deleuze y Guattari y el esquizoanálisis, constituyen pistas en el pensamiento occidental, rastros que nos conducen a tiempos anteriores a nuestra cristianización y que todavía no han encontrado en la quiebra de la modernidad una proyección política suficiente o cuando menos capaz de interferir sobre la estructura del mando, sobre la lógica del gobierno representativo, sobre la concepción transcendente del poder soberano. Si se quiere pensar la emancipación (que no la izquierda) todo apunta a que tengamos de comenzar por aquí.
Con todo, la labor de producción de un constructo alternativo (que no alternante) no comienza de cero. Su genealogía se remonta a los grandes cismas del cristianismo, al materialismo moderno y más recientemente a las rupturas categoriales que en su momento intentó promover la ecología política. Al fin y al cabo, la historia de la emancipación no es sino la historia de la escisión constituyente, de la ruptura con el mando. Es en este sentido donde adquiere plena vigencia la voluntad de lxs verdes de primera hora (poco o nada que ver con los pequeños partidos subalternos del medioambientalismo liberal de hoy). En su voluntad de ser una alternativa efectiva, lxs verdes rompieron con las dicotomías de la política tradicional e introdujeron transversalmente nuevos temas en la agenda pública que pronto marcaron a izquierdas y derechas. La clave de su éxito radicaba como es sabido, en una acertada definición como interfaz representativo que aspiraba a romper con la lógica misma de la representación; y de ahí que su tratamiento discursivo más habitual estuviese marcado por aporías, contradicciones y otras formas de la crisis del discurso hegemónico (nos referimos, claro está, a construcciones como «partido antipartido», «ni de izquierdas ni de derechas», etc.).
En definitiva, quienes aspiran hoy a dar continuidad al proyecto emancipatorio de la política del movimiento, harían bien en mirar menos a los fracasos de la extrema izquierda (sean el maoismo y el trotskismo francés o el operaismo italiano) y fijarse más en el momento creativo de los últimos años setenta y primeros ochenta en la República Federal de Alemania. Y no para reproducir errores, lógicamente, sino para aprender también de las limitaciones de ciertas formas de institucionalización, para criticar la acomodación de las elites en la subalternidad y un largo etcétera de lecciones políticas que están ahí, pendientes de ser extraídas.
El horizonte electoral y las estrategias de la izquierda extraparlamentaria
Volvamos al contexto actual. Estamos de precampaña y el horizonte electoral ya ha activado la maquinaria discursiva de los grandes medios de comunicación. La secuencia de disyuntivas argumentales vuelve a plantearse una vez más en una serie que ya nos debería ser familiar y que discurre más o menos así: (1) si es usted un individuo exigente en términos morales, permítase no votar, sea desafecto si quiere, que para eso la democracia liberal le facilita la libertad para abstenerse; pero, si acepta la política realmente existente, (2) disciplínese en la polaridad que generan las grandes formaciones de izquierda y derecha, entre PP y PSOE (o entre CiU y PSC) y si por un casual (3) es usted particularmente exigente en ciertas materias (cuestión nacional, derechos sociales, medioambiente, etc.), haga el favor de encuadrarse en las correspondientes fuerzas subalternas (IU, ICV, ERC, BNG, etc.) y limítese a intentar influir modestamente en las grandes directrices políticas que configuran los dos polos (ya que no por nada estas pequeñas fuerzas han sido expulsadas categorialmente a los márgenes donde no podrán aspirar al votante de centro). El consenso social que genera esta lógica discursiva es tan amplio que en él se pueden ver reflejados desde el anarquista (1) hasta el votante-massa (2) pasando por el ciudadano exigente (3); y todo ello sin que se vea alterada un ápice la hegemonía ideológica imperante.
Desafortunadamente (al menos de momento), la oposición extraparlamentaria que pueden constituir las redes de activistas no parece ser capaz de formular el problema en otros términos que los de (A) el rechazo frontal al gobierno representativo (el «que se vayan todos») y (B) el sectarismo representativo. Las primeras posiciones suelen estar representadas por sectores libertarios (anarquistas, nihilistas, etc.) y se funda básicamente en una política de la impotencia y de gestión de los remanentes de la sociedad de la opulencia.
Pocos ejemplos resultan más ilustrativos en este sentido que las lógicas autorreferenciales (que no autónomas) visibles en la estrategia okupa del «desalojo sin negociación» (falacia donde las haya, ya que, en rigor, sí se negocia, sólo que con el poder judicial y la policía en lugar de con el poder legislativo, facilitando así la lógica autoritaria y de la cultura represiva). Una loable táctica de desobediencia civil (la okupación) se reincorpora de este modo a la lógica sistémica (el desalojo y la represión) contribuyendo al perfeccionamiento de la maquinaria punitiva, al saneamiento de espacios previo a la gentrificación, etc; todo ello perfectamente integrado y compatible con la lógica heterónoma del semiokapital y sus categorizaciones dicotómicas.
Por plantearlo de otro modo: ¿qué autonomía es aquella que sólo puede ejercerse en el margen excedente, fácilmente reprimible y disciplinario de la lógica de acumulación? Ciertamente, nadie podrá negar que es una estrategia que asegura la reproducción de valores (queda por ver si es una reproducción suficiente) y que, por lo tanto, ya es valiosa de por sí. Pero no es menos cierto que es una estrategia que nos remite a una implosión sistémica (a una heteronomia, pues) como único horizonte de lucha (a una política de la impotencia). Difícil, pues, argumentar desde razonamientos plenamente autónomos el carácter sustantivamente inconveniente de la intervención en la arena electoral.
Pero si la estrategia pseudoautónoma que apuesta por la (más que improbable) implosión sistémica no acierta, tampoco parece que el sectarismo representativo vaya mucho más allá. Por sectarismo representativo nos referimos al hecho de que finalmente se presenten candidaturas híbridas e hibridadas de pequeños capitales políticos acumulados en el activismo. Hablamos, claro está de la eventual participación en las elecciones autonómicas catalanas de Revolta Global, MdT y otras listas posibles.
Contrariamente a la lógica de la participación directa, de la democracia participativa y la política del movimiento (visible, por ejemplo, en la valiente decisión de las CUP de no participar en las elecciones autonómicas y favorecer la estrategia municipalista), las opciones más o menos explícitamente leninistas pretenden capitalizar en la arena representativa sus esfuerzos en la política del movimiento bajo la pobre excusa del uso instrumental de las campañas electorales como palancas de movilización. Así, por ejemplo, no resulta difícil entender el enfado y resentimiento del MdT al perder la votación en las CUP o, por razones semejantes, aunque discursivamente formuladas con una tonalidad emotiva diferente, la euforia neurótica de Izquierda Anticapitalista (Revolta Global) ante sus magros resultados en las elecciones europeas.
Tres décadas después de tentativas fracasadas no parece que la inquebrantable fe leninista en el cuanto peor, mejor haya cedido un milímetro a la aplastante evidencia del sentido común, a los resultados ridículos de décadas de comicios y a la lógica representativa de la ley electoral. Al contrario, contra toda evidencia y razonabilidad, se siguen presentando como buenos los argumentos que encuentran en la lógica de la escisión interior al universo categorial del discurso hegemónico una justificación tan ideológica como tácticamente errada si de lo que se trata es de crear las condiciones objetivas para facilitar el empoderamiento y reforzamiento del activismo y la política del movimiento.
En primer lugar, porque incluso los mejores situados (seguramente MdT y Revolta Global) siguen a años luz de poder conseguir un diputado. En efecto, todos los votos estatales de Izquierda Anticapitalista (RG) en las europeas (obviando el «pequeño» detalle de que estas elecciones les eran particularmente favorables), incluso concentrados en un sólo distrito electoral donde la ley de D’Hont asegura la casi proporcionalidad (Barcelona), seguirían todavía a la mitad de los votos necesarios para poder obtener representación (no merece la pena entrar a especular sobre las limitaciones del juego político de un par de diputados ya que el caso de Ciutadans puede ser bastante orientativo). Hay que confiar demasiado en la capacida de autoengaño para afirmarse en una estrategia así (aunque visto lo inquebrantable de la fe leninista podemos confiar en que no faltarán las dosis suficientes).
En segundo lugar, porque las candidaturas en cuestión ni siquiera se han esforzado en promover un debate programático suficiente capaz de contraponer un proyecto realmente antagonista. Por el contrario, a día de hoy, sus discursos siguen operando en la lógica «marxista» (tendencia Groucho) del «y dos huevos duros» consistente en situarse un poco más a la izquierda sobre la base de un alineamiento de marcos interpretativos orientado a facilitar al máximo el trasvase de votos (lo que técnicamente se puede identificar, fundamentalmente, en las estrategias del frame bridging y frame extension que caracterizan los discursos de estas fuerzas políticas). Huelga decir que dicho trasvase, en el mejor de los casos, puede favorecer la pérdida de algún diputado de las fuerzas de la izquierda parlamentaria sin que por ello se gane necesariamente diputado alguno en contrapartida (o lo que es lo mismo: es una táctica encaminada a producir voto inútil donde no lo había). En el peor de los casos, puede contribuir de manera importante al regreso de la derecha.
La visibilización de la ciudadanía crítica
Así las cosas, la pregunta que se deberían plantear los activistas críticos, razonables (y conscientes de que en la actualidad no se dan las condiciones para presentar un interfaz representativo propio) es más bien cómo hacer visible su posición táctica en la arena electoral, de suerte tal que, si bien no las grandes opciones (PSOE, PSC), sí al menos las pequeñas (IU, ICV, ERC, BNG, etc.) se hagan eco de sus reivindicaciones. Si el gran logro neoliberal fue convencernos en su día de que debíamos ser fieles a los encuadramientos fundados en la lógica categorial del izquierda/derecha para seguidamente dejar en manos del «votante de centro» la decisión última de las orientaciones gubernamentales, todo apunta a que hoy deberíamos pensar más bien en cómo valorizar ese «votante crítico» cuya deserción puede suponer al diputado de izquierda la pérdida de su escaño (algo así como una Posición Bartleby: «preferiríamos no tener que echaros del gobierno»). Permítasenos para acabar poner un par de ejemplos clarificadores al hilo de la experiencia gallega en las dos últimas elecciones autonómicas y de las movilizaciones universitarias contra el Plan Bolonia en el escenario de las últimas elecciones europeas.
En la precampaña electoral que echó del poder a Fraga Iribarne tuvo lugar una iniciativa táctica muy original nacida bajo el impulso movimentista de la lucha contra el Prestige. El marco interpretativo decía claramente Hai que bota-los sin por ello pedir el voto explícitamente para ninguna candidatura política. Esta línea de discurso confiaba, como es lógico, al pragmatismo y al sentidinho de la ciudadanía la decisión final de votar a cualquiera de las dos opciones electorales con posibilidades reales de obtener diputado. Así fue y así sucedió que se puso fin a lustros de gobierno de una de las derechas aparentemente más inamovibles del Estado, liderada por el último franquista de peso en activo. El resultado fue, y ahí están las cifras para quien quiera cuantificarlo, muy ajustado; tanto, que el gobierno bipartito debería haber sido bastante más prudente, bastante menos corrupto y sobre todo más abierto a las presiones del movimiento de lo que finalmente fue. De haber aprendido las lecciones de Nunca Mais, en lugar de intentar instrumentalizar electoralmente el proceso, seguramente todavía estarían gobernando.
De hecho, en las siguientes elecciones el bipartito hizo caso omiso a una campaña semejante a la de Hai que bota-los lanzada desde redes activistas. Bajo el frame Governe quem governe, Galiza nom se vende, esta segunda precampaña advertía que el votante crítico no estaba dispuesto a admitir errores tan graves como la destrucción de las rías (reganosa y demás), las corruptelas de las eólicas, la carretage de votos de la gente mayor, etc. El resultado final, nuevamente ajustado, demostró que aunque el votante crítico sea una minoría, su ausencia en el cómputo final de los votos de la izquierda (alternante del PSdeG o subalternante del BNG) puede ser realmente tan decisivo como el voto del mitológico votante de centro, con la diferencia añadida (para colmo) de que el votante crítico es perfectamente identificable como actor en la esfera pública (nos referimos, va de suyo a las redes activistas). En vano intentan ahora las formaciones partidistas (el BNG fundamentalmente) recuperar el pulso perdido. Las oportunidades perdidas no vuelven a darse y por más que se puedan llegar a producir nuevas oportunidades está claro que sobre la memoria de las redes de activistas pesará el desgaste de los abusos partidistas. Confiemos, no obstante, en que por el interés de todxs se tome nota y sepamos aprender de los errores pasados.
El contrapunto al acierto relativo de las redes activistas gallegas lo configura el fracaso estrepitoso de las redes activistas universitarias catalanas que se movilizaron contra el Plan Bolonia el año pasado. Cierto es que estas redes hubieron de hacer frente a una jugada táctica realmente impresentable por parte de los partidos de izquierda (capaces de votar por unanimidad el respaldo al Plan Bolonia junto a PP, CiU y Ciutadans a cambio de la reubicación del jefe de la policía y responsable de una actuación propia de otros tiempos). No obstante, las redes universitarias no supieron leer el cambio en la estructura de oportunidad política que se le ofrecía con las elecciones europeas. En lugar de visibilizar su posición crítica en una materia directamente ligada a la política europea se dejaron llevar por una lógica de la participación directa negacionista.
Así, aunque es indudable que las redes de activistas lograron un éxito incuestionable al mutar adecuadamente ante la ofensiva represiva por medio de proyectos de okupación como La Rimaia o de educación autogestionaria como la UniLliure, no lo es menos que fracasaron a la hora de visibilizar el votante crítico ante los partidos de izquierda. La consecuencia (lógica) fue el repliegue de las bases de éstos sobre las decisiones de sus dirigentes (incluso cuando buena parte de ellas había simpatizado e incluso participado activamente en el movimiento). La movilización electoral acabó por cerrar una estructura de oportunidad que de haber sido otro el planteamiento activista, seguramente podría haber reforzado la movilización en lugar de agotarla.
A modo de conclusión
Las cosas así, no parece muy desacertado concluir que, o bien invertimos las lógicas actuales del sectarismo activista y el partidismo militante y nos aplicamos a la búsqueda de sinergias entre redes de activistas y opciones electorales reales, o pronto veremos de nuevo a las derechas gobernando. Y esto no debería ir en un único sentido como apoyo electoral puntual de las redes activistas a gobiernos de izquierda que ya tienen un pie fuera del poder, sino también en el sentido opuesto, esto es, también como decisiones políticas, especialmente de las pequeñas fuerzas hoy subalternas que podrían favorecer con sus tomas de posición (especialmente cuando se traten de disensos de alto valor público) estructuras de oportunidad política favorables a la movilización social (justo lo contrario de lo que hicieron con el Plan Bolonia). No cabe duda de que sectarismos de todo tipo atacarán esta posición estratégica (de facto, ya lo han hecho y siguien haciendo al acusar de arribismo -y sin prueba ni fundamento- a quien esto defiende), pero tal es la ventaja de un planteamiento estratégico autónomo: si ladran es que cabalgamos.