Publicado por Diagonal, nº 199, pág. 29.
De un tiempo a esta parte, ante el agotamiento de la fase expresiva del movimiento iniciada el 15M, todavía con la resaca emocional por la reapertura de lo político y frente a la persistente ofensiva neoliberal y nula influencia de la oposición, el debate en buena parte de las redes activistas más politizadas se ha desplazado de las cuestiones tácticas sobre la configuración de la agenda y la búsqueda de puntos de fractura en el régimen, la experimentación con los repertorios de acción (escraches, ocupaciones, bloqueos…) y la producción de espacios de contrapoder, creación de redes de apoyo mutuo e instauración de instituciones, hacia una preocupación que para algunos se ha hecho ya monotemática, a saber: la cuestión electoral.
El riesgo que comporta este desplazamiento de la política de movimiento a la de partido no es otro que el que contribuye a acelerar la implosión de la ola de movilizaciones en curso. ¿Significa esto que se ha de prescindir de la producción de un interfaz del movimiento en el gobierno representativo? No. El miedo al poder de ciertas posiciones —por lo general anarquistas y/o libertarias— carece de fundamento y se radica en posiciones estrictamente morales, ideológicas y estéticas cuando, en rigor, de lo que se trata ahora es de política. ¿Significa que se deben volcar todos los esfuerzos en las elecciones? Tampoco. El relato de la conquista (electoral o no) del poder carece de una base teóricamente consistente si se atiende a la colisión entre la constitución material de la sociedad y la constitución formal del régimen (ley electoral, partitocracia…). La ambición de poder se presenta aquí como un relato invertido —pero igualmente falaz— del relato del miedo al poder. La creencia en que es posible provocar un vuelco político por medio de éxitos electorales con los útiles de partido existentes (no con otros) se basa en un cálculo ideológico, tan supersticioso como errado. Ni siquiera las encuestas más fantasiosas hacen creer en un vuelco efectivo; ni que decir lo que puede llegar a ser el voto real (cuando aflore el voto oculto, medie la ley electoral…).
No parece, pues, que entre los extremos de la ambición y el miedo al poder, las redes activistas más politizadas estén sabiendo escapar al tirón institucional del régimen que induce al desplazamiento del debate antagonista al terreno electoral y la trampa de lo “representativo”. Lejos de haber extraído las conclusiones pertinentes del “no nos representan”, quienes pergeñan hoy alianzas electorales se creen capaces de articular una representación de lo que reducen a meros “movimientos” o, peor aún, a la “protesta”. Nada más errado que creer que logrando los acuerdos adecuados, una dosis de suerte y el contexto, resultará posible dar el gran golpe para acceder al… ¡régimen!
El problema de la coyuntura sigue radicando en superar la fase expresiva y poner en marcha la fase institucional. Confundir esto con el juego electoral sin lugar a dudas es tan reduccionista como no querer cuestionarse qué hacer para frenar el neoliberalismo en la arena parlamentaria. Lo institucional en el movimiento es, con todo, mucho más y lo electoral, de hecho, mucho menos. La PAH, por poner solo un ejemplo, está demostrando con la ocupación de edificios que la instauración de instituciones antagonistas no solo es posible, sino que resuelve más en lo inmediato que los epifenómenos electorales pasados y futuros. Si se quiere optar por el poder constituyente y desde él producir un interfaz emancipador en el gobierno representativo, mejor dedicar los esfuerzos a repensar la democratización que agotarse en las propias reglas del régimen.