Raimundo Viejo Viñas

Profesor, autor, traductor, editor, ciudadano activo y mucho más.

Dic

24

[ es ] Una nota sobre la métrica de la igualdad



Más de uno habrá visto circular en los últimos días esta imagen por sus redes sociales. La imagen es muy reveladora acerca de cómo operan las dos métricas de la igualdad con las que se nos bombardea a diario. A cada lado de la imagen se operacionalizan los dos conceptos de igualdad, consevador y progresista (liberal, en el decir habitual de los norteamericanos). 

Se trata de un ejemplo bien sencillo acerca de la necesidad de asignar unos recursos existentes limitados (de «igualar») para superar una desventaja inicial  en la plena realización de un objetivo común. Con la habitual irreflexividad con que la gente asume las categorizaciones políticas de nuestro tiempo, no pocos progresistas se llenan de orgullo ante la evidencia visual que muestra cuánto mejor es su paradigma que el de los conservadores. Comentarios del tipo «para quien no entienda la diferencia entre la izquierda y la derecha» u otros semejantes se repiten de acuerdo con las pautas de esa constante moralización del discurso político a que nos tienen acostumbrados los partidarios de una u otra modalidad de pensamiento subalterno. Tan ufanos como ciegos ante la imagen, clican «me gusta» o marcan como «favorito» este meme que es, en sí mismo, todo un síntoma de cómo opera la gramática política de nuestro tiempo.
 
Nótese también, por cierto, que, en rigor, la métrica de la igualdad que se asigna a los conservadores, no se diferencia gran cosa de un cierto igualitarismo izquierdista de corte autocrático, tan habitual entre quienes se quieren marxistas como contradictorio con la métrica marxiana de la igualdad. Sabido es, de hecho, que Marx heredó su métrica de la igualdad de Louis Blanc, inspirador del aforismo que más tarde haría célebre al de Tréveris, a saber: «de cada cual según sus capacidades, a cada quien según sus necesidades».

Pero, ¿qué muestra realmente esta imagen?

A poco que uno reflexione críticamente llama la atención la pueril satisfacción con que no poca gente se identifica de inmediato con el enmarcamiento del mundo que prefigura la imagen. Así es, de hecho, como se explica que la gente vote alternativamente al PSOE o al PP o a los correspondientes subalternos de izquierda y/o derecha, según la toque la ocasión. Sin pensarlo dos vces, aceptando los enmarcamientos que nos vienen dados; asumiendo acríticamente el planteamiento falaz de las cuestiones, pero disfrutando el placer, tan moralista como impolítico, de sentirnos del lado de los «buenos», de los «mejores». Tal es el mal que, cueste lo que cueste entenderlo, sigue ejerciendo civilizacionalmente el cristianismo sobre la política en esta interminable Edad Media que nunca acaba de alcanzar el tiempo político del Renacimiento.

Examinemos la imagen bajo una óptica crítica, fundada en la autonomía, ya que es, precisamente bajo esta perspectiva que se revelan las limitaciones de las concepciones conservadora y progresista. En la imagen tres niños quieren disfrutar del espectáculo. Los tres se encuentran aislados del mismo por una valla cuyo objetivo es delimitar las reglas de juego del espectáculo mismo: no nos referimos sólo, claro está, a las reglas del béisbol como tal, sino a las del espectáculo de su visión, a las de la sociedad de consumo que transforman un juego en un inmenso negocio; a las mismas que, por ello mismo, buscan el desarrollo de la pasividad de la masa consumidora ante la eventualidad de jugar.

Huelga decir que alguien seguramente ha privatizado un terreno donde antes se jugaba (no son pocos los espacios recreativos que tienen su origen, histórico incluso, en lugares donde la multitud inventó sus juegos). Ahora se ha convertido el juego en un espectáculo de masas, seguramente televisado y sobre el cual hablan diariamente miles de periódicos, radios y demás medios. Asimismo, se ha originado un interés masivo por cada partido en concreto de este nuevo espectáculo (a diferencia de otros miles cotidianos que se podrían estar jugando) gracias a la profesionalización del juego y a las habilidades que, a tales efectos, han desarrollado «los profesionales» (pues ahora ya no es cosa de que tenga interés para cualquiera jugar, sino limitarse, complacientes, al consumo del espectáculo). De resultas de todo ello es preciso, en fin, que los niños vivan en una sociedad donde no disponen de campos de ocio y donde han de vivir con el sentimiento de privación del acceso a la masa consumista de clase media. Por eso hay, en definitiva, una valla generando el problema que luego se plantean resolver las distintas métricas de la igualdad.

Así las cosas, para conservadores y progresistas (y sus subalternos, ¡que no son pocos!), la cuestión no es cómo se definen las reglas de juego que generan una injusticia, sino cómo se actúa en los márgenes de la injusticia para paliar los males subsiguientes. Quien ha pensado la imagen, acaso sin saberlo y tan bienintencionada como acríticamente, nos ha presentado el verdadero problema: la valla que priva del espectáculo previamente generado como necesidad. De nada vale, ante una injusticia así, que alguien nos ofrezca una métrica de solución; incluso si, como es evidente, dicha métrica es mejor que su alternativa.

La igualdad de la Autonomía

Para la Autonomía, la igualdad no se define en los términos de gestión de las situaciones (desde un «poder sobre»), sino de conflicto con y en las situaciones (desde la lucha contra la dominación en la pugna agonística por determinar qué hacer entre simbiontes); de definición de una doble dimensión de las reglas de juego: aquellas que, por una parte, permiten el antagonismo con cualquier modalidad de mando sobre el cuerpo social y, por otra, aseguran la permanente confrontación agonística de pareceres. No llega, pues, con cuestionarse cómo conseguir que todos vean por encima de la valla, sino que hay que preguntarse, desde el pensamiento divergente: ¿cómo es que esa valla está ahí? ¿al servicio de quien? ¿en perjucio de quien? ¿generando qué modalidad de mundo?

La métrica autónoma de la igualdad, por lo tanto, consistiría más bien en que los tres críos se pusiesen de acuerdo y luchasen conjuntamente por tirar abajo la valla; y ello de suerte tal, que ya no volviese jamás a haber impedimentos para ver el partido. Más aún, los tres niños ocuparían también el terreno de juego, lo liberarían de la sociedad del espectáculo y jugarían en él, inventarían en el nuevas modalidades de juego en virtud de sus propias capacidades para deconstruir las codificaciones que marcan quienes decidieron hacer un día del juego espectáculo. Los tres chavales, autónomos como es el niño en tanto que figura nietzschiana de la potencia, aprenderían a disfrutar de la vida, de los recursos y del tiempo en términos políticos y no ya como meros expectadores pasivos de la sociedad de consumo.