Nov
23
[ es ] Razones no independentistas para votar CUP
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Se advierte, en cualquier caso, que se trata de una argumentación relativamente extensa y compleja que requiere para su lectura empatía, apertura de miras y capacidad (auto)crítica. Se trata de la visión particular de alguien que aborda la decisión de votar (y de votar CUP) desde fuera de una identidad independentista y sin la intención de entrar en ella. Lo que sigue se enuncia, pues, desde una visión que no entiende siquiera, a la luz de lo estudiado durante años, que sea viable el proyecto independentista tal y como se plantea en la actualidad (y no, ciertamente, en los términos de lo que debería ser una política intrínsecamente emancipatoria ligada a la política de movimiento).
Aún es más: tener una nación sin Estado, de hecho, no es una maldición, sino todo lo contrario. Haber nacido sin Estado es una condición universalmente necesaria para ser libres, toda vez que no es el Estado quien nos asegura la libertad, sino nuestra lucha por la emancipación de toda condición discriminatoria de nacimiento (sea esta género, clase, etc.). Nada hay más absurdo, pues, que quien envidia al español, al francés o al alemán siendo de nación vasca, catalana o gallega, ya que ellos son quienes tienen un mayor y más complejo problema de identidad nacional pendiente de resolución (piénsese si no en la apremiante necesidad de quienes saltan agarrados a una bandera gritando con patológica desesperación: “yo soy español, español, español”).
Guste que no, el Estado no ha sido jamás, ni podrá llegar a ser en su moderna condición, una agencia que asegure emancipación alguna. Muy al contrario, el Estado es, por su propia naturaleza y efectos, una herramienta de la dominación de unos sobre otros (incluida la dominación que se funda en las opresiones culturales, lingüísticas y aun otras que son propias a las distintas causas independentistas que hay en el mundo). Tanto es esto así, que, aunque hoy se olvide por las propias incongruencias del personaje (que no eran pocas) y, sobre todo, por la ignorancia de quien tan fácil encuentra en su figura un icono que idolatrar, nada menos que el propio Lenin fue quien sentenció, con la contundencia habitual de sus apotegmas: “mientras haya Estado, no habrá libertad; cuando haya libertad, ya no habrá Estado” (El Estado y la Revolución, 1917). No podía ser de otro modo, por más que pese a quienes se quieren vástagos del socialista tártaro, tratándose su caso, de un punto de ruptura entre las corrientes emancipadoras del movimiento obrero y sus derivas autocráticas.
Vaya también por delante, pues, que uno no es partidario del federalismo de la Unión Europea realmente existente y su régimen de gobernanza multinivel, neoliberal y desdemocratizador. Tampoco se acredita en el uso del significante «federalismo» a la manera del PSOE e IU, que únicamente entienden por tal un Estado unitario descentralizado con un mesonivel de gobierno. El federalismo en un Estado unitario, les guste que no, requiere la secesión y libertad de los constituyentes (a no confundir tampoco con la independencia). Son estos usos lingüísticos, en definitiva, los que vienen a poner de manifiesto que un proyecto emancipatorio a la altura de los tiempos no puede pasar por los lugares ideológicos comunes de lo que otrora se conocieron como las izquierdas (federalistas, independentistas, etc.). Se trata, por el contrario, de ir más allá de los alineamientos políticos y teóricos habituales, partiendo de una praxis cognitiva otra que nos conduzca a la producción de los agenciamientos sin los que no será posible la emancipación.
Sea como sea, la política de movimiento no es lineal, no se desarrolla a través de un único vector y sus expresiones son demasiado complejas, demasiado intrincadas como para poder identificarse en un modelo organizativo, en un único programa o en una única línea estratégica (empezando por las propias CUP). La política del movimiento es la política de la multitud y, como tal, ni es representable, ni reducible a un solo proyecto político. Este es precisamente el peligro tan habitual de pensar las CUP como la CUP, de querer practicar la reductio ad unum allí donde progresa la diferencia que difiere y no donde se reifica la diferencia diferida. La dirección política ha muerto, el enjambre es la matriz vectorial del movimiento.
Así las cosas, abordarla definición del contexto antagonista es abordar la exigencia de hacer frente a los interrogantes que nos genera la Diada del 2012. ¿Un despertar del «pueblo» a la independencia?, ¿el desplazamiento táctico y oportunista de CiU a posiciones independentistas?, ¿una operación vil de la burguesía catalana para ocultar bajo las banderas los recortes?, ¿una nueva hegemonía etnonacionalista? …la lista sigue y siempre es víctima de la gramática política moderna y de los agenciamientos con que se sigue operando la lectura del presente. De poco o nada sirve discutir estas cuestione, indistintamente del grado de verdad que comporten.
¿Cómo leer pues, en términos antagonistas, el contexto posterior a la Diada? La respuesta es a la par sencilla y compleja: sencilla, en tanto que se puede resumir en la crisis del régimen político nacido de la Transición; compleja, en tanto que la propia crisis del régimen abre escenarios inéditos, múltiples, cambiantes, fluidos; escenarios en los que las instituciones, los diseños institucionales, los fundamentos del régimen se vienen abajo. La reclamación de independencia expresada en la Diada ha de ser leída, por encima de cualquier otra interpretación posible, a partir de ahí: a partir de la crisis de un régimen que siempre fue una democracia inacabada (como no podía ser de otro modo al ser una democracia liberal).
En efecto, si algún horizonte político nos puede facilitar una lectura antagonista de la Diada ese es el del futuro anterior, el de la democracia preterida, el de la democratización incompleta. La realización del proyecto independentista en los términos en que es definido de manera hegemónica en la actualidad es tan sólo una contingencia más, la oferta de fragmentación del mando neoliberal que los actores del régimen ofrecen al Imperio como salida a su particular crisis territorial. Si las CUP interesan no es por esto, sino por ser el cuestionamiento inacabado, imperfecto y a la postre, la alternativa imposible a una «independencia» (a un Estado independiente) que no vendrá (y de ahí, por cierto, el formidable sentido antagonista implícito en la ironía maquiaveliana de Hibai Arbide al señalar que porque precisamente «la CUP no nos representa», «algunos no ‘indepes’ vamos a votarla»).
Y es que la tensión antagonista que se canaliza en el proyecto de las CUP contra el independentismo del régimen (contra la amenaza de implosión secesionista del mando liberal como única alternativa de salida a la crisis: fragmentación de la deuda, darwinismo normativo del mando multinivel, etc.) es la de la fisura misma en el independentismo que hace posible pensar la heurística de la cuestión nacional más allá de las condiciones de la gramática política moderna; vale decir, más allá de la soberanía bodiniana, del orden internacional westfaliano, de los dispositivos biopolíticos, de la etnicidad supremacista, etc., etc. Porque eso es lo que las CUP han detectado (de manera consciente o no poco importa). Es aquí donde deben ser comprendidas las palabras de David Fernàndez al apuntar a esa fracción de segundo en que el uno estará de acuerdo en votar la independencia en un referendum (en ser pueblo sólo para devenir multitud). Tal es el big bang de la emancipación de la propia condición de nacimiento.
No se trata pues de que, en las circunstancias actuales, las CUP sean una auténtica independencia, la verdadera, sino que precisamente abren el proyecto independentista a su propio fin, yendo más allá de la independencia imposible, haciendo implosionar por la propia vía de la radicalización democrática, las limitaciones históricas del proyecto independentista nacidas de los procesos de liberación nacional y reactualizando el horizonte de una democracia absoluta. Quienes por sus actos ilocucionarios quieren a las CUP en el repliegue identitario actuando bajo los impulsos del peor narcisismo intelectual de la postmodernidad, no alcanzarán jamás a sentir la corporeidad monstruosa del movimiento, se verán privados de la compañía mefistofélica que instancia la libertad de la Autonomía y volverán a caer una y otra vez desde los altares del mandarinato intelectual.
Pero la política no es eso. La política, su discurso, es paradoja, contradicción, realización del apotegma gramsciano para el que lo viejo que no acaba de morir no puede ser sin lo nuevo que no acaba de nacer. O como la propia Ulrike Meinhof sentenció del SPD: es parte del problema, pero también de la solución. Sólo del más atávico temor a mirar a los ojos al Leviatán puede nacer hoy una lectura antagonista que excluya la paradoja independentista de las CUP de una hipótesis constituyente. Afirmar su insuficiencia como proyecto más allá del incuestionable valor crítico, en la necesidad de concretar la propia crítica en hipótesis de intervención, es en sí mismo caer en el perfeccionismo moral que Maquiavelo desterró en su día, para siempre, de la política. En el meme de la multitud: «no se hacen tortillas sin romper huevos».
¿Significa esto que las CUP encierran la clave del interfaz representativo del movimiento que hace posible la autonomía sin la que no sería posible la instauración del régimen político del común? ¿Quiere decir que las CUP son la solución institucional de salida a la fase expresiva del movimiento que nos asegura un régimen de contrapoderes alternativo al existente, por medio de la radicalización democrática? ¿Quiere decir que basta con votar a las CUP para poder abrir la grieta en el mando por la que prorrumpa el poder constituyente? La respuesta es sí y no: sí a la posibilidad de enunciado de estas mismas preguntas, no a su respuesta en el marco de las CUP realmente existentes.
Las CUP como un campo de tensión agonística
A esto es a lo que nos solemos referir cuando hablamos de las CUP a pesar de las CUP. Aquello que es interesante en las CUP no se define de manera propositiva, sino por el valor de sus paradojas. Las CUP hablan de radicalización democrática, pero el modelo institucional que proponen es ridículo si uno se toma en serio las exigencias de una democratización a la altura de las circunstancias. Pensar que en sus 10 puntos de acción política se pueden encontrar institucionalizadas las garantías de una política otra, a la manera de lo reivindicado el 15M, es, sencillamente, un insulto a la inteligencia de una ciudadanía madura. No es aquí, en el enunciado, sino en la importancia que el problema tiene y en la manera en que la presencia de las CUP en el Parlament podría plantearlo, lo que tiene un inmenso valor.
Y es que, como hemos apuntado, desde el punto de vista del «hardware» a las CUP les urge empezar a pensar en serio lo que significa una gramática política apta para la postmodernidad. Desde el punto de vista del «software», las CUP no tienen ni el valor de una versión 0.0 del interfaz representativo. Quien quiera aprender sobre esto mejor haría en mirar al Partido Pirata o a los verdes de los primeros años ochenta. Al fin al cabo ahí y no en las CUP se encuentra el programario con el que abordar la cuestión de la actividad parlamentaria.
Pero a diferencia de lo que en su día plantearon candidaturas de la extrema izquierda como la de Izquierda Anticapitalista u otras; a diferencia de la inoportuna presentación del propio Partido Pirata a unas elecciones en las que no sólo no tiene opciones, sino que por medio de la ley de d’Hondt convertirá sus votos en fracciones de voto a CiU, las CUP ofrecen hoy un artefacto explosivo en los circuitos de la representación política. Si como ha prometido David Fernàndez, serán las luchas sociales las que representarán a las CUP y no las CUP las que representarán a las luchas sociales.
Si, en efecto, el voto de las CUP es el que dice ser y, por suerte para quien esto escribe, las cabeceras de lista de las CUP son la garantía de que esto será así, lo que puede iniciar el domingo es la apertura de una línea de tensión de la que hasta ahora se ha visto privado el movimiento. Las CUP no son la solución institucional de salida a la fase expresiva del movimiento, pero son la garantía de producción de escenarios mucho más complejos y ricos en posibilidades antagonistas que el agotador horizonte de una serie de manifestaciones que griten mudas a los oídos sordos de las izquierdas parlamentarias actuales.
A día de hoy las CUP son la mejor garantía de que no volverá a haber en la política catalana el consensualismo miserable que ha marcado las unanimidades a favor del Plan Bolonia, a favor de destruir la desobediencia civil que bloqueó en su día el Parlament, etc., etc. Las CUP no serán, ciertamente, un producto acabado, pero son al menos un agujero por el que respirar. Tan vitales para sobrevivir como para ofrecer un principio deliberativo. Este mismo desde el que estamos escribiendo, sin ir más lejos.
Con motivo de estas elecciones algunas personas hemos firmado y promovido la firma de un manifiesto que emplaza a nuestros conciudadanos simbióticos a plantearse la urgencia de repensar los alineamientos políticos de la izquierda. Si las CUP entran en el Parlament las izquierdas (parlamentarias, sí, pero también sindicales, societarias, etc.) que desde la Transición se habían instalado tan cómodamente en el pacto constitucional, se verán obligadas a desplazarse fuera de este, al terreno donde la simbiosis se hace inevitable. El valor político de esta alternativa es inmenso, demasiado como para que el domingo nos quedemos en casa y no vayamos a votar CUP.
Lo que está en juego este domingo es más que hacer que las CUP entren en el Parlament: lo que nos jugamos es también poder provocar con su presencia la dislocación de las posiciones de ICV y Esquerra. Quienes defendimos en su día la alternativa de Syriza en Grecia tenemos hoy la posibilidad de sentar las bases para provocar, antes de lo que se piensan, un nuevo cataclismo en la Europa mediterránea. Los mimbres (nuevos y viejos) ya existen y la probable mayoría conservadora contraria a la sociedad tendrá que enfrentar con las CUP en el Parlament una ruptura destituyente que ya se ha dado en la calle. Sin las CUP, las izquierdas subalternas creerán que todavía no es preciso proceder al desplazamiento de posiciones que, por el contrario, ya ha adelantado las fuerzas del mando neoliberal.
Quienes tenemos prisa, este domingo tenemos la opción de poder adelantarnos, de no tener que seguir esperando al Godot de la izquierda parlamentaria. Pero la alternativa por construir tampoco será ciertamente, como proponen algunos intelectuales orgánicos de la izquierda independentista, construir un nuevo anillo alrededor de la izquierda independentista bajo la marca del frente de masas de la Unitat Popular. Mal van las CUP si lo mejor que se les ocurre es optar por las viejas formas organizativas. Si este es el camino ya podemos dar por seguro el agotamiento de los diputados.
Lo que este domingo está en juego es desbordar/nos en los márgenes de los alineamientos políticos en que hemos vivido todas estas décadas (incluidos los de una izquierda independentista cómoda en sus márgenes identitarios); está en juego pensar/nos más allá de nosotrxs mismxs, en la simbiosis de las singularidades irreductibles como una alternativa. Persistir en los alineamientos electorales de siempre no es que no conduzca a ningún lado, es que nos lleva directos al mismo bloqueo, agotamiento y parálisis en que nos encontramos. Con la calle en marcha, con el movimiento vivo, resulta absolutamente necesario plantar cara al mando en su terreno y con CUP esta ventana se puede abrir. Defenestremos a la cleptocracia!