De entre los blogs que leo con mayor interés, el de John Brown es sin duda uno de los que más me consume las pestañas ante la pantalla del ordenador. En su último post, John Brown afirma con inusual valentía, y aún mayor autonomía intelectual, moral y política:
«Esta abierta voluntad que expresan las direcciones sindicales de plantear la cuestión de la hegemonía responde a la gravísima crisis de representación abierta por el 15M y los demás movimientos sociales concomitantes«.
He ahí la clave de la presente coyuntura: la huelga general del 29M no sólo se organiza como plañidera reivindicación sindical ante el penúltimo ataque neoliberal, sino que, al tiempo, necesita articularse discursivamente contra el 15M, ejerciendo contra este los viejos tics izquierdistas de un Gramsci maldigerido y, sobre todo, de la cultura política autoritaria que en su día tan acertadamente diagnosticó la Escuela de Frankfurt.
Con los tiempos que corren últimamente, en los que las adormiladas izquierdas conservadoras parecen desperezarse (aunque sólo sea para mantener a salvo sus chiringuitos respectivos), la frase de John Brown no puede dejar de impactar a quien la lee (sobre todo, si la lectura es debidamente contextualizada y la orientación de su autor conocida). Y es que en los últimos tiempos, esa izquierda rancia y de intelecto mutilado que tanto abunda por tierras ibéricas, se desvive por las redes sociales pidiendo a Democracia Real Ya (DRY) que se posicione en favor de la Huelga General con no menor fervor militante del que Mayor Oreja y Rosa Díez —pongamos por caso– pedían a la izquierda abertzale una condena de ETA.
Y yo me pregunto: ¿de dónde esta necesidad de obligar a que DRY se exprese sobre este tema? ¿de dónde este auto de fe de inspiración inequívocamente autoritaria e inquisitorial contra la plataforma que con tanto éxito invocó a la multitud el 15 de mayo pasado? ¿de dónde la necesidad de forzar la subordinación de unas redes sociales (aquellas que se articularon el 15M) a la estrategia de las grandes centrales sindicales y, más en concreto, a la de sus alas más o menos izquierdistas y más o menos lideradas desde partidos y grupúsculos más o menos sectarios?
Todo esto huele a miedo; a un tremendo, cobarde y esperpéntico miedo; al miedo a constatar que se está perdiendo inexorablemente la hegemonía sobre el trabajo y su representación; y ello, claro está, ante el miedo, más grande aún si cabe, de reconocer al fin que se lleva ya más de tres décadas perdiendo la guerra frente al capital, batalla tras batalla, reforma tras reforma, huelga general tras huelga general.
Pero si hasta ahora daba miedo esto último, la izquierda tradicional(ista) contaba al menos con la compensación del régimen que le permitía saberse en la confortable posición de quien vive de representar la externalización del esfuerzo colectivo sobre las espaldas ajenas. El problema es que el chollo se acaba y la vieja lección del pastor anti-nazi, Martin Niemöller, se traslada hoy al mundo laboral con todo su dramático efecto. La versión actual del apotegma niemölleriano vendría a decir algo así:
«primero fueron los migrantes y no hice nada, luego atacaron a los jóvenes, y tampoco moví un dedo; más adelante, se ensañaron con las mujeres, y seguí sin inmutarme; ahora vienen por nosotros, varones, asalariados fijos, con papeles, pensión, derechos laborales…, pero ya no hay nadie para luchar a nuestro lado«.
En numerosas ocasiones antes que ahora hemos insistido, a menudo con un acierto que a más de uno pareció profético (pero que en realidad sólo era honestidad intelectual ante la propia experiencia personal), en que estamos viviendo una época de transición hacia un contexto de mucha mayor tensión. En nuestros días, lo viejo (el sindicalismo de los Pactos de la Moncloa) no acaba de morir y lo nuevo (la política de movimiento) no acaba de nacer. Por eso observamos fenómenos tan morbosos como la arremetida del izquierdismo rancio contra DRY.
No es otra cosa que el pánico de quien teme pensar, de quien busca referentes autoritarios para sustraerse a las preguntas terribles a que aboca una derrota histórica, de quien se ha pasado las tres últimas décadas negando una realidad que ahora se le echa encima de golpe. Por suerte, en el precariado estamos mejor preparado para la que se nos viene encima. Ya conocemos la precariedad en primera persona, la reconocemos nada más levantarnos cada día; ya sabemos que es vivir sin futuro, tener demasiado mes a fin de sueldo, haber olvidado el número de empleos por los que hemos pasado.
De hecho, lo primero que más nos sorprende a quienes siempre hemos vivido padeciendo la violación impune del marco laboral legal, es que alguien pueda tomarlo en serio como un marco de referencia en la resistencia del trabajo frente a los abusos del capital. Se nos dice: hay que parar la reforma laboral o las condiciones de «los trabajadores» empeorarán (como si el precariado no trabajase o no conociese ya ese empeorar sinfín). Nada más falso.
Las y los precarixs somos perfectamente conscientes de que la reforma laboral viene a establecer
de jure lo que para nosotros hace tiempo que es una realidad
de facto. Se nos ha utilizado como moneda de cambio en la implementación de privatizaciones, externalizaciones y demás; se han condenado nuestras carreras profesionales a cargar con los costes de una competencia desleal, falsa, ilegal, pero que se vendía (se sigue vendiendo, de hecho) como «excelencia»; se ha hipotecado nuestro futuro a la satisfacción de indicadores macroeconómicos y balances de empresa bajo los cuales nuestras existencias eran disueltas sin considerar por un momento los costes humanos, etc., etc.
¿Y ahora hemos de participar, disciplinadamente, encuadrados bajo el mando de la izquierda sindical en otra huelga-farsa más de las grandes centrales?
Lo que está en juego el 29M no es la relación de fuerzas entre el gobierno de la patronal y los sindicatos de los Pactos de la Moncloa. Lo que nos jugamos es la creación de un nuevo repertorio de acción colectiva que haga posible la producción de instituciones autónomas, de instituciones de, por y para el movimento. Como muchas veces antes, es hora de desbordar los marcos de un diseño institucional inoperativo para la mayoría más frágil, de romper con las estructuras de dominación que organiza el régimen de poder bajo el cual vivimos y de profundizar en las fisuras que abrió el 15M.
La huelga general, entendida como el repertorio de un trabajo representado en el sindicalismo de los Pactos de la Moncloa, es sólo el último capítulo en el fracaso de las organizaciones de la izquierda. Sin embargo, el contexto que producirá esta huelga general es idóneo para la experimentación de un antagonismo nuevo. La huelga metropolitana del precariado debe ser puesta en práctica. No es una fantasía ideológica. Se viene fraguando desde movilizaciones sectoriales como las universitarias o de la sanidad, pero debe ser proyectada más allá.
El 29F el sindicalismo pactista volvió a traicionar al precariado metropolitano renunciando a la huelga anunciada en TMB-Metro y para la cual se había solicitado previamente la solidaridad y apoyo del precariado. Ahora volveremos a encontrarnos en un escenario en que, una vez más, se nos animará a masificar la convocatoria sindical, a servir de número en la habitual guerra de cifras para el espectáculo mediático, como si de bajas en una guerra se tratase. Así es la lógica militarista que impone el trabajo muerto y de la que debemos desertar en pos de la vida. El 29F la deslealtad sindical de TMB nos cogió por sorpresa. No volverá a suceder.
La lección hoy está más clara todavía: hay que cortocircuitar la producción, paralizar los flujos, interrumpir los procesos de valorización a escala metropolitana. La organización desde los centros de trabajo se arriesga a enclaustrarse en los propios centros de trabajo (a la manera de los universitarios en el rectorado de la UB tras el 29F). El repertorio que puede operar a nivel sectorial, no necesariamente lo ha de hacer a nivel metropolitano. Es preciso tomar buena nota de ello.
Con la huelga general se abre ante nosotrxs una estructura de oportunidad política que es preciso aprovechar. La huelga general no es el fin, ni el medio: es sólo un trampolín, un punto de apoyo para ir más allá. Tal y como lo fue en su día la manifestación de DRY el 15M (el 15M, de hecho, empezó justo después, cuando lo previsto por el repertorio de la manifestación fue desbordado por la multitud que acampó en las plazas).
Tengámoslo muy presente: durante una huelga general el régimen político (todo él) es frágil. Sin embargo, esta fragilidad no debe ser un paso previo al reajuste coyuntural de un equilibrio de fuerzas siempre adverso al trabajo (así, todas las huelgas generales desde el 14D, como poco). Hora va siendo de que cambiemos el chip y descubramos la potencia transformadora del espacio metropolitano como proscenio de luchas; hora va siendo que indaguemos que sucede si se detiene la metrópoli paralizando infraestructuras, organizando barrios; ocupando, por siempre, la ciudad…