La semana pasada una multitud sorprendió a la ciudadanía con un gesto inesperado, decisivo, político. Más allá del conocido repertorio de la manifestación, un grupo de manifestantes decidió realizar acampadas a lo largo y ancho de la geografía, instituyendo un sinfín de ágoras donde hasta ese momento sólo había plazas. El antecedente más inmediato de una rekombinación de estas características se pudo observar ya en el paso de la habitual manifestación por la educación pública a las okupaciones de los centros universitarios en el decurso de las movilizaciones contra la implementación del Plan Bolonia.
La elección de las fechas esta vez no fue casual, como tampoco la voluntad explícita de superar el marco constitucional del actual régimen político por medios radicalmente democráticos. Para entender la envergadura del movimiento y su impacto sobre el régimen político hemos de comprender (1) el cambio de dimensiones geohistóricas sin precedentes que ha acompañado a la globalización y (2) la agencia política que de dicho cambio se ha derivado. Nos estamos refiriendo, por una parte, al cambio estructural que comportan las nuevas tecnologías de la comunicación y la información (NTIC); y, por otra, al surgimiento de la política del movimiento.
Situémonos metodológicamente en una perspectiva histórica y atendamos a las concreciones históricas institucionales de los regímenes que decimos democráticos. Entre los siglos VIII y V antes de nuestra Era, una pequeña población del Ática dio en gobernarse por medio de una procedimentalidad basada en el “igual trato ante la ley” (isonomía) y el “igual acceso a la palabra” (isegoría). El éxito ateniense fue decisivo para la constitución de un primer modelo democrático basado en la participación directa de la ciudadanía en los asuntos políticos.
La alfabetización era entonces una cosa extraña, pero su importancia era secundaria, habida cuenta de las dimensiones de la polis. La agencia política en la democracia ateniense estaba configurada, básicamente, por los notables u oradores que disponían de mayores dotes de persuasión para ganarse el apoyo de la multitud. Y aunque el modelo ateniense no sobrevivió a la monarquía macedonia, el hecho es que a lo largo de los siglos siguientes pervivió, con mayor o menor fortuna, en las tribus nómadas de los pueblos germánicos, en los cantones suizos, en el gobierno medieval de algunas ciudades y en otras organizaciones políticas de escala fundamentalmente local.
Habría que esperar a más adelante, al surgimiento del Estado moderno en los siglos XV y XVI y las revoluciones burguesas de los siglos XVII y XVIII para asistir a la reinvención de la democracia. Inicialmente republicana en su definición normativa, la democracia a escala del Estado moderno se acabó constituyendo, sin embargo, en su conjugación liberal.
El salto a una escala mucho mayor, en la que se podían implicar ciudadanos de diferentes poblaciones que no se conocían fue posible gracias a una innovación tecnológica que hizo posible que el
demos se imaginase a sí mismo. Esta invención era la imprenta de Johannes Gutenberg y con ella surgieron la prensa escrita, la opinión pública moderna y tantas otras herramientas deliberativas imprescindibles a la democracia a escala del Estado moderno.
La agencia política de la nueva forma de régimen democrático, sin embargo, habría de superar la figura de notable. Y aunque éste haya sobrevivido al salto de escala democrático (todavía hoy hablamos, por ejemplo, de “barones” del PSOE), el hecho es que la democracia a escala estatal hubo de organizarse ampliando e integrando un demos cada vez más numeroso. El partido político fue la herramienta con la que, fundamentalmente a partir de la II Guerra Mundial, se institucionalizó la democracia liberal.
No obstante, contrariamente a la prédica de Fukuyama, la Historia no se acabó con el advenimiento global de la democracia liberal y así, en sucesivas olas de movilización social (la de los sesenta, la altermundialista y la actual), hemos asistido a una nueva gran transformación cuyo último episodio particular estamos viviendo en estos días. Los antecedentes de este nuevo cambio de escala pueden datarse simbólicamente en 1968, momento en que la política de movimiento desafía por vez primera a sus otras agencias concurrentes, la política de notable y la política de partido.
No será, empero, hasta la revolución tecnológica en curso que la política de movimiento encontrará las bases materiales para realizar su particular salto de escala del nivel estatal al global. Gracias a las nuevas tecnologías, la democracia ha podido seguir democratizándose, esto es, superando las limitaciones intrínsecas al modelo liberal: fraccionamiento temporal en “microdictaduras electivas” de cuatro años y acotamiento espacial bajo la permanente supervisión de un poder soberano habilitado para decretar el estado de excepción. En contraposición a esto, asistimos hoy a la emergencia de una democracia absoluta (Spinoza), esto es, una democracia que desborda los límites de la institucionalidad liberal y se proyecta más allá de la “democracia limitada” como una “democracia democratizadora”.
Y es que como bien indicó Charles Tilly, la democracia no es un estado de cosas inmutable, un régimen que una vez instituido permanece inalterable. Antes bien, lo que es característico de la democracia es que como procedimiento sólo se remite a sí misma y, por ello mismo, escapa a toda tentativa de limitación o subordinación a un mando cualquiera.
En otras palabras, dado que la democracia democratiza y que las nuevas tecnologías facilitan las condiciones materiales para la expansión democrática, a lo que estamos asistiendo en estos días es a la desbordante creatividad democrática de un demos disconforme, que apelando a su igual dignidad de nacimiento se constituye como un cuerpo social ajeno a la agencia partidista, consciente de haberla superado.
Paradójicamente, la expansión democrática a nivel global redescubre la exigencia de unas dimensiones adecuadas a su procedimentalidad ilimitada. No es casual que en el terreno de la política de partido, se estén produciendo fenómenos derivados (subsumidos) en la política de movimiento como el municipalismo alternativo.
Tampoco es casual que en el desarrollo del ciclo iniciado el 15M la maduración del movimiento no opere en el sentido de constituir centros de poder, sino más bien de hacerlos explotar. Así, por ejemplo, la proliferación de acampadas en los barrios se anuncia como la clave del éxito de esta nueva forma de participación, directa, ininterrumpida, antagonista con el Estado frente al que practica la desobediencia civil y agonista en su propia vida interior.
Sin duda, la ruptura constituyente que están protagonizando las asambleas de las plazas podrá declinar en la medida en que el Estado se plantee acotar y cercenar libertades y derechos. Al fin y al cabo, la democracia puede democratizarse, pero también desdemocratizarse. Tal y como hemos visto en el caso de Guantánamo y la Patriot Act, los beneficiarios de la democracia liberal bien pueden decretar el estado de excepción, producir políticas de suspensión de garantías democráticas por medio del recurso a la emergencia y acabar reduciendo el ejercicio de la ciudadanía a las premisas liberales.
En una versión progresista de esto último, quizá se considere oportuno canalizar la participación ciudadana hacia nuevas formas algo más abiertas que las conocidas de momento (las opciones son muy amplias e irían desde medidas como la legislación de iniciativas populares hasta referendums revocatorios y formas incluso más directas). En una gestión conservadora, el recurso al populismo punitivo, el derecho penal del enemigo y aún otros recursos al uso en la implementación del proyecto neoliberal pueden ser actualizados. Para bien o para mal, nada asegura que la Historia vaya a ir en una u otra dirección.
A día de hoy lo único de lo que podemos estar seguros es que tras unos años de declive en la política del movimiento se ha vuelto a abrir el terreno de la política. Todo apunta a que hemos tocado fondo y nos encontramos ante el relanzamiento de una tercera ola de movilizaciones. El resultado final al que nos puede abocar esta reapertura sólo depende de una acertada combinación estratégica de antagonismo y agonismo que refuerce la agencia del cambio estructural, esto es, la política del movimiento. De ser así, el futuro de la democracia bien podría no pasar por su declinación liberal y adoptar formas radicalmente más democráticas. Bien está que, entre tanto, la iniciativa política siga en las ágoras.