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10
[ es ] ¿Por qué los federalistas deberíamos votar (y votar sí) en las consultas soberanistas?
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Lo confieso: soy federalista y he votado que sí en la consulta del 10A. Más aún, no creo que el que haya incurrido en una contradicción sea yo («un secesionista no independentista»), sino, por el contrario, quienes, por una parte, niegan la exigencia de la ruptura constituyente al proyecto federal, y quienes, por la otra, se aferran a una «independencia» que no es más que un ideologema, un vestigio de la obsolescente soberanía moderna.
La posición de Joan Herrera o el pseudofederalismo de los subalternos
Las recientes declaraciones del líder de ICV, Joan Herrera, diciendo que no votaría en las consultas soberanistas debido a que no se ofrece la opción «Estado federal» es completamente injustificada desde una perspectiva federalista. Con su excusa demuestra que, antes que por la ruptura constituyente que reclama la opción federal, por lo que está, tanto él como quienes le siguen en ICV, es más bien por una simple acomodación de su organización en la subalternidad que le brinda el actual régimen político; vale decir, por el status quo del Estado de las Autonomías.
El problema de fondo en este acomodarse a la subalternidad no es menor, ya que apunta al nudo gordiano de la cuestión federal en el Estado español, a saber: «no se puede hacer una tortilla sin romper huevos», o lo que es lo mismo, no se puede pasar de un Estado unitario descentralizado a un Estado federal sin un proceso constituyente que otorgue a las partes del futuro acuerdo federal, el derecho previo a constituirse y federarse libremente (e insistimos en lo de constituirse, ya que en el momento actual no existen de jure).
El tránsito a un Estado federal, dicho sea de paso, es lo que el «federalismo retórico y unitarista» (el que profesan mayoritariamente en el PSOE e IU) no afronta debido a su subalternidad dentro del nacionalismo español. O por decirlo con otras palabras: en el Estado español paradójicamente la inmensa mayoría de los federalistas son quienes podríamos aspirar a la independencia por disponer de una identidad nacional alternativa a la española. La gran mayoría de los «españoles» no parecen ver razones para asumir la lucha por el federalismo como una prioridad (salvando todas las distancias, de la misma manera en que una gran mayoría de hombres no encuentran incentivos «suficientes» para abandonar el patriarcado).
A menudo, sabido es, la excusa cicatera que se ofrece es que la prioridad de movilización social es la «verdadera» divisoria social a la que toda otra debe estar subordinada (la de clase, claro). El argumento de la necesidad de construir el federalismo desde la hegemonía del discurso de clase (en no menor medida que quien pretentada hacerlo desde el discurso de la estricta acomodación cultural) lo que viene a demostrar, precisamente, es la incapacidad de escapar a la reductio ad unum, a la aspiración nada federal de seguir operando en una concepción monista de lo político (partiendo del individuo y no del simbionte, de la concepción funcionalista y no cooperativista del poder, etc.). No es de sorprender, pues, que ante un proceso como el de las consultas, los pseudofederalistas (en rigor unitaristas más o menos descentralizadores) sólo sientan impotencia y apenas alcancen a producir otro discurso que ese lamento plañidero por los esfuerzos malgastados en una causa menor.
Y es que en la medida en que la identidad española se sigue configurando como una matriz excluyente (castellanocéntrica, unitaria, centralista, etc.) que confiere privilegios a los depositarios de la identidad frente al resto de los supuestos conciudadanos, el nacionalismo español se autoinvalida como proyecto federal haciendo que lo suyo sea más una retórica de la federación que una alternativa federal para un Estado multinacional. El éxito rotundo de la derecha postfranquista en su apropiación de la idea de España, sostenido materialmente en privilegios a los que sus beneficiarios (comprensiblemente) no desean renunciar (como el hombre no desea renunciar al privilegio patriarcal), aboca a la necesidad de una ruptura constituyente que problematice (que haga presente, «real») la presencia de esos «otros» incómodos (y que incomodamos) al «ser español», a saber: quienes nos resistimos a la asimilación bajo un paradigma identitario que nos ha convertido históricamente (y nos sigue convirtiendo en el tiempo presente) en ciudadanos de segunda por nuestra condición de nacimiento (por nuestra «nación»).
¿Qué es (y qué no es) esta consulta?
Este deseo, muy mayoritariamente identificado por las redes de activistas con el demarcador simbólico independencia (una palabra tan pronunciada como vaciada de un contenido sustantivo: ¿independencia de qué o quien? ¿independencia del Estado español y de la UE? ¿independencia de Ikea y Coca-Cola? ¿independencia del cine americano o de la música anglosajona, del kebab o del shushi?), no necesariamente transpone al terreno de lo político, por vía del discurso, un conocimiento efectivo, y menos aún, la asunción de las implicaciones de la construcción de un Estado catalán.
De hecho, a poco que se pensasen las cosas un poco más allá de los marcos de identidad estratégica (el independentismo es una estrategia, no una identidad nacional), a poco que se pensase en la búsqueda de soluciones institucionalmente viables a la cuestión catalana, la inmensa mayoría de quienes se quieren independentistas (a buen seguro quienes lo dicen por ser catalanes y no profesionales de la política independentista, que es algo muy distinto) dejarían de serlo para redescubrirse en la comprensión autónoma, objetiva y no subjetiva, de su nación. Sólo entonces comprenderían que el federalismo es su única opción (un federalismo autónomo, pluralista, asimétrico, constituyente, etc.).
Sea como sea, a fin de expresar el deseo constituyente, las redes catalanistas han formulado, ciertamente, una pregunta que es más expresión de un proyecto ideológico independentista, que no una alternativa institucionalmente practicable (ni deseable en términos federales). El propio enunciado de la pregunta es en sí mismo cuestionable en términos de procedimentalidad democrática (el Plan Ibarretxe, por ejemplo, superaba notablemente esta propuesta, tanto en su formulación como por el hecho de ser vinculante). Pero, sobre todo, es políticamente inviable en los términos en que está formulado.
Expongámoslo de otro modo: aunque el «sí» fuese vinculante, no se resolvería el problema de fondo. Y la razón para ello es bien sencilla: no se puede aspirar a fundar un Estado-nación en ruptura con Europa y permanecer en Europa al mismo tiempo. Y es que la parte de falsa consciencia que hay en todo razonamiento ideológico (y el independentismo de hoy más que una alternativa, es una ideología) conduce a pensar que resulta posible romper con el Estado español (una ruptura, por tanto, constituyente) y mantenerse en un acuerdo federal (la UE) que ha firmado un único sujeto jurídico: el Estado español.
En efecto, al obviar los contenidos y naturaleza del acuerdo federal europeo, la mayoría del independentismo deduce (de manera injustificada y que aboca a la crisis institucional) que de la ruptura constituyente se sigue, de manera automática y no conflictiva, la adhesión del futuro Estado catalán a la UE. Y ello sin tener en consideración lo que pueda pensar o dejar de pensar la contraparte secesionada (al resto del Estado español, que por cierto incluye otras naciones sin Estado y, por ello mismo, potenciales constituyentes de una federación) ni como pueda, por ello mismo, actuar en consecuencia (por ejemplo, vetando el acceso del Estado catalán a la UE).
En este orden de cosas, no deja de llamar la atención que la pregunta proponga permanecer en la UE por medio de la construcción de un Estado nacional sin tener en consideración la naturaleza de la propia UE (un dato empírico tan incuestionable como inasumible por el independentismo europeísta: en el seno de la UE no ha habido nunca un proceso de secesión que haya culminado en la creación de un nuevo Estado nacional; incluso en una situación en que el independentismo ha alcanzado a ser mayoría –caso belga–, seguimos sin presenciar la fundación de un nuevo Estado nacional). Y es que la paradoja del «independentismo europeísta» es que sólo es independentista del Estado español y no de la UE. Y aunque, puestos a explorar todas las opciones también se podría optar por un «independentismo autárquico» (a la cubana), esto no deja de ser, a la hora de la verdad, algo más que un epifenómeno; el delirio ideológico de cuatro izquierdistas desfasados, ajenos a los cambios cataclísimicos operados en la política durante las últimas décadas.
La paradoja del «independentismo europeísta» (en sí mismo todo un oxímoron habida cuenta de que el europeísmo es un federalismo) tiene una explicación a la par tan sencilla de explicar como difícil de resolver desde un punto de vista institucional: la estructura de la soberanía en un mundo globalizado no es ya la de un poder territorial exclusivo (como en los siglos XIX y XX), sino (siempre) la de un poder compartido, pactado, federal. Ni Cuba (a la sazón referente de no pocos independentistas autarquistas) u otros Estados más o menos pretendidamente independientes (Montenegro, Kosova, etc.) resultan viables ya en un mundo globalizado (esto al margen de lo poco atractivos que puedan resultar como proyectos de Estado nacional o de la soberanía limitada de que disfrutan). Y es que, guste que no, se haya reflexionado o no, la única solución institucional viable para quienes aspiran a la «independencia» (en rigor, quienes aspiran a resolver la cuestión catalana) es el federalismo (europeo, no español, eso sí).
En conclusión, podemos afirmar que, en términos estrictamente políticos, la consulta es una expresión de empoderamiento ciudadano frente a los abusos políticos del Estado español, en general, y jurisprudenciales de su Tribunal Constitucional, más en particular. El despliegue de las consultas sólo puede tener por efecto reforzar la dignidad nacional de Cataluña y plantear el agotamiento de ese modelo territorial que es el Estado de las Autonomías.
Si Herrera y los suyos no fuesen tan cortos de miras serían perfectamente conscientes de la necesidad que el federalismo tiene de apoyar este horizonte constituyente, de responder al cuestionamiento por el poder judicial del derecho a decidir (y de lo decidido, por cierto, por las cámaras legislativas catalana y española respecto al Estatut). Después de todo, una pregunta mal formulada, inviable y no vinculante, que consigue poner en marcha un proceso de ruptura con el poder soberano a la par que movilizar a una parte más que significativa de la población, no puede ser sino un síntoma de cambio (aunque no sea un síntoma del destino final, lo que lo hace doblemente interesante para los federalistas); un diagnóstico del agotamiento de un diseño institucional en vigor y la emergencia de una nueva arena política en la que quedarse en casa es pretender una politicidad impolítica de lo político (algo únicamente comprensible bajo la lógica discursiva de la razón cínica que tanto caracteriza a buena parte del estamento político actual; incluidos los socialistas que implementan políticas neoliberles, los ecopacifistas que aprueban bombardeos, etc.).
Secesión sí, independencia no.
Llegados a este punto la disyuntiva implícita en el proceso de las consultas puede ser formulada en términos estricamente antagonistas, contemporáneos, políticos. La verdadera escisión ya se ha producido y fue sancionada en su momento por el Tribunal Constitucional con su sentencia sobre Arenys de Munt. Desde entonces, el proceso constituyente está en marcha. No ciertamente como un proceso vinculante para el conjunto de la ciudadanía catalana (inexistente en términos de vínculo jurídico con el resto de la ciudadanía española de la que es parte de acuerdo con la Constitución de 1978), sino para la nación; esto es, para la parte de la ciudadanía que decide movilizarse en virtud del agravio que se inflinge a su igual dignidad de nacimiento (tanto si es para votar sí, como si es para votar no).
De haberse formulado con más inteligencia y menos ideología la pregunta, seguramente el proceso podría proyectarse más allá del ciclo de movilizaciones de las consultas. Desafortunadamente no es el caso y una vez agotado el ciclo, las redes activistas habrán de extraer conclusiones y repensarse cómo ir más allá de lo que se ha ido. En este sentido, tampoco cabe esperar que bajo los marcos interpretativos del independentismo clásico se pueda ir más allá del balance positivo que ha ampliado ligeramente el campo soberanista; lo más probable de un cuarto a un tercio del electorado (los encuestadores nos dirán hasta qué punto con mayor o menor rigor estadístico), pero en cualquier caso, todavía muy lejos de la mayoría cualificada que habría de guiar un proceso de independencia.
El problema, sin embargo, es que el ciclo de las consultas agota discursivamente el primer ciclo que había originado la ola (el de las movilizaciones por el derecho a decidir de la PDD). El repliegue discursivo que se observa en el paso de la reivindicación del derecho a decidir o de la dignidad nacional al manido discurso veintisecular de la independencia y la autodeterminación no permite albergar grandes esperanzas para la recombinación repertorial del soberanismo. Antes bien, a juzgar por las reacciones observadas en los debates en que hemos planteado los problemas intrínsecos al repliegue discursivo, todo parece apuntar a que estamos a punto de ver como se abre una fase involutiva, proclive a las spinozianas pasiones tristes, el sectarismo y la «quema» de activistas (burning out) que no a un debate estratégico capaz de comprender limitaciones y plantearse en serio los desafíos intelectuales, antagonistas e institucionales de la soberanía en el mundo global.
La secesión (la escisión del poder soberano que abre un horizonte constituyente en base a la reivindicación de la igual dignidad de nacimiento) es hoy un hecho en Cataluña (por más limitado que sea, de momento, su impacto sobre las estructuras del Estado español), la independencia (la instauración de un Estado nación en el seno de la UE por efecto de la ruptura del soberano español) no lo será. Nada malo hay en esto último, pues pertenece ya al trabajo de los historiadores. Lo importante es que seamos capaces de comprender la complejidad del debate y el salto de gramática política que comporta lo primero.
Y si no es independencia ¿qué?
En la obsesión identitaria de la estrategia que caracteriza a buena parte de independentismo, esto es, en la necesidad de afirmarse como los catalanistas más «auténticos» ya que más opuestos al Estado español (lo que en términos estratégico, por cierto, sólo favorece la estrategia estatal de la tensión), muchos independentistas han perdido de vista que no es en la mímesis del opresor («en ser una mujer que se comporta como un patriarca»), sino en el ser uno mismo, donde se enuncian las condiciones de posibilidad de la emancipación. En otras palabras: no es en ser como el español, esto es, ciudadano de un Estado nacional «sin problemas de identidad» (si acaso esto fuese cierto), como se emancipa uno.
De hecho, una gran mayoría de los españoles (como los franceses, alemanes, etc.) tienen serios problemas de identidad nacional (especialmente en un marco global) y se encuentran, a decir verdad, en una situación mucho más complicada que las naciones que se han constuido sin Estado. Y es que, en rigor, las naciones sin Estado disponen de una ventaja enorme en un mundo en que el Estado nacional se hace obsoleto. La identidad nacional construida contra el poder soberano, en la organización de la sociedad civil (tal y como se pone de relieve en el proceso de las consultas) es a día de hoy el principal acervo catalanista.
La libertad de la nación no se encuentra en el Estado nacional, sino contra él, en el luchar por la propia capacidad de determinar aquello que a uno le conviene en tanto que parte de un todo común (la libertad como reconoce el apotegma luxemburguista siempre comporta un otro: «libertad es siempre la libertad del que piensa diferente», ese otro que piensa distinto es, inevitablemente la contraparte federal). Y ello tanto si es para votar sí o no a una pregunta constituyente (viable o no).
Gallegos, vascos y catalanes no seremos libres por conseguir la maquinaria de nuestro propio sometimiento (deberíamos tomar buena nota de las experiencias dictatoriales del mundo postcolonial), los dispositivos de un mando biopolítico con el que un grupo social (seguramente integrado por quienes actualmente son más poderosos en el mando a nivel autonómico) nos pueda gobernar a los demás (el cuerpo social que promueve la ruptura constituyente o nación). Antes bien, somos libres (¡y potencialmente soberanos!), porque nos hemos constituido con éxito ante un Estado nacional (poco importa aquí ya si es español o no).
El problema nacional sobre este particular (el problema estratégico efectivo) sigue siendo un problema de comprensión de la geneaología histórica de nuestras naciones como entidades políticas más allá de las mitografías nacionalistas; naciones que no se comenzaron a constituir con anterioridad a la creación del Estado nacional (español) y que, de hecho, siguieron a la modalidad en que este se constituyó (hace años que la Ciencia Política superó el primoridalismo, ya va siendo hora de que los historiadores nacionalistas readapten sus relatos a la genealogía de la nación).
Así las cosas, cabe preguntarse: ¿habría hoy naciones sin Estado en el Reino de España de haberse constituido este Estado nacional en el respeto de la diferencia y la organización culturalmente adecuada de su mando? El ejemplo helvético nos responde con empírica claridad que no (por simplificar el ejemplo: un suizo que habla alemán no tiene otra nación que Suiza; un español que habla catalán, vasco o gallego ha tenido que constituirse como nación Galiza, Euskal Herria o Catalunya). En otras palabras: cuatro lenguas no son inevitablemente cuatro naciones sin un Estado opresor que constituya a sus poblaciones diferentes, en poblaciones subordinadas (nótese, siguiendo con el ejemplo, la diferencia entre las políticas lingüísticas helvéticas y las españolas).
Si, en definitiva, nos hemos pensado como naciones contra la idea monista, autocrática y centralista de España (¡y lo hemos conseguido!); si, por el contrario, españoles, franceses o alemanes (por poner sólo algunos ejemplos) no han podido evitar pensarse como naciones fuera del populismo de la extrema derecha, del odio xenófobo al inmigrante, del autoritarismo de la ideología estatalista, etc., ¿realmente necesitamos un Estado nacional propio? ¿No será que la cuestión es más bien la articulación autónoma de un régimen de poder con capacidad efectiva para decidir (cosa que, por demás, lo es cada día menos el Estado nacional en el marco de la globalización)?
Llegados a este punto, la mentalidad indepedentista siempre responde, ajena a la potencia del presente, anclada en la memoria del pasado del otro opresor: «me contento con un Estado nacional propio», prescindiendo de que con él no evitaríamos las mismas derivas que el resto (y que, de hecho, ya se observan sin dificultad en las dinámicas generadas por los nieveles actuales de autogobierno). Lo que se le escapa a quien así piensa es que la Historia, por más certidumbre que ofrezca en el pasado, sólo es eso: la narración del pasado.
En cambio, lo que las naciones sin Estado necesitan hoy, por el contrario, es mucha más Ciencia Política (mucho más programa de la política contenciosa, más teorización desde la Autonomía) que Historia (que historiografía nacionalista, que relato identitario del pasado). Sólo bajo una óptica autónoma que entienda la solución a la cuestión nacional en la óptica de ruptura constituyente, en la formulación simbiótica de la antropología política y en los diseños institucionales federales (asimétricos, pluralistas, etc.) podrá realmente efectuar la potencia del presente, ganar el futuro.