- El análisis de Podemos no puede ser circunscrito a la arena electoral
- Debe situarse en un contexto que se remite, como poco, a la irrupción del 15-M y de la PAH.
A lo largo de estos primeros días de análisis electorales se ha ido consolidando un diagnóstico común a las más variadas interpretaciones. De acuerdo con este, los resultados se caracterizarían, en su trazos fundamentales, por cinco rasgos: (1) una elevada abstención fruto de la «desafección», aunque no mayor que la de 2009; (2) el hundimiento del bipartidismo que caería del 80,9% al 49,08%, restando 8 escaños al PP y 9 al PSOE; (3) el auge previsible de dos opciones ya conocidas —IU y UpyD— que recogerían el voto descontento; (4) el sorpasso catalán de Esquerra a CiU; y (5) la irrupción de Podemos.
Sobre este consenso vendrían a desplegarse distintas cuestiones de las que, sin duda, el inesperado éxito de Podemos plantea algunos de los interrogantes más acuciantes sobre la crisis del régimen. Algunos tópicos, por veces contradictorios, se están instalando también estos días: Podemos como respuesta extermista a la crisis, poco importa si se habla del Frente Nacional o Syriza; Podemos como importación del populismo latinoamericano; Podemos como fenómeno televisivo, a la manera del M5S de Beppe Grillo; Podemos como crisis de IU, incapaz de capitalizar el hundimiento socialista; Podemos como expresión electoral del 15M; etc. Caracterizaciones todas ellas parciales que muestran la complejidad de un proceso que se escapa de forma inquietante a los análisis electorales al uso.
A los ojos de los comentaristas, Podemos parece portador de una suma de contradicciones y sinsentidos: en menos meses de existencia que escaños dispone, ha trastocado el sistema de partidos, rebajado a la mitad las expectativas de crecimiento de IU e incorporado jóvenes, abstencionistas y flujos de voto que no proceden de la izquierda. De los primeros análisis politológicos se deduce ya que Podemos es un actor esquivo a los parámetros del régimen: no se sitúa cómodamente en la izquierda, pero tiene una composición de clase inequívoca; reivindica un pueblo español, pero admitiría la secesión.
Desde la interpelación a unas fuerzas de orden público que se quieren deseosas de capturar banqueros criminales o políticos corruptos, hasta la acusación de traidores a la patria a los presidentes de gobierno que han acabado en consejos de administración, pasando por un largo etcétera, Podemos ha puesto en escena un lenguaje inédito. Y aun así —o precisamente por ello—, su composición social es el reflejo electoral inequívoco del precariado nacido de las políticas neoliberales. Entre sus votantes se cuentan quienes han sido más duramente golpeados por la crisis y ya en sus primarias pudieron verse perfiles sociológicos hasta ahora nunca vistos.
Así las cosas, la tentación de leer podemos como un fenómeno excepcional que aunaría en su éxito la sintomatología de la crisis de la política —a la manera de un cuadro clínico del régimen— va creciendo conforme se asientan ciertos lugares comunes. No faltará quien piense incluso que resolviendo la ecuación Podemos se pueden liquidar de un golpe los problemas del régimen, restituir la confianza en las instituciones. Más allá de las apreciaciones más triviales que intentan minimizar lo sucedido a un rasgo propio de las elecciones europeas —proclives a candidaturas extrañas, voto protesta, etc.—, lo cierto es que Podemos ha sido una sorpresa en unas elecciones que han tenido lugar en clave nacional.
Pero los resultados de Podemos hablan también de algo que va más allá de la política de partido o de su candidatura. Y aunque los notables que han pergeñado el proceso (Iglesias, Errejón y Monedero) puedan haberse servido de sus conocimientos profesionales para lograr una campaña innovadora, rupturista y de inmejorables rendimientos (cinco escaños, a 30.000 euros el escaño), la fuerza motriz parece situarse, más allá de las habilidades comunicativas o el ingenio politológico, en la propia crisis del régimen. El análisis de Podemos no puede, por ello mismo, ser circunscrito a la arena electoral; debe ser situado en un contexto más amplio, en el marco de las condiciones de posibilidad que se han abierto, como poco, a partir del 15M.
En primer lugar, el voto de Podemos solo es una impugnación en positivo del régimen o, si se prefiere, de la democracia realmente existente. Sin embargo, para que su éxito haya sido posible en esta campaña ha sido preciso el impacto todavía mayor del «voto destituyente». Dicho de otro modo: si la participación electoral no ha variado apenas y el voto de Podemos ha incorporado votantes de la abstención, la pregunta es ¿quién ha arrojado a la abstención a los votantes del gobierno? El análisis de la abstención, de hecho, demuestra que esta ha sido tanto mayor en los feudos del PP. Quien quiera responder a esto debería escuchar qué gritaban los seguidores de Podemos la noche electoral.
En efecto, el «Sí, se puede» de la PAH es una condición sine quae non del éxito de Podemos, el vínculo subterráneo a la política electoral que explica sin salir a la superficie. Y es que si Podemos puede decir que ha conseguido 5 escaños, la PAH puede presumir de haber sustraído al PP 8, e incluso 9 al PSOE. Entiéndase: el hecho de que la PAH no sea una candidatura electoral no significa que no haya podido interferir en los resultados de manera poderosa, aunque distinta: la que es propia del movimiento. A la manera de Bartleby, el escriba del relato de Melville, la campaña de la PAH ha ejercido el poder de manera indirecta gracias a un «preferiríamos no tener que…» presentarnos.
En segundo lugar, el voto Podemos ha requerido para su articulación de una triple crisis del régimen producida con anterioridad: crisis de legitimidad (el célebre «no nos representan» del 15M), crisis institucional (corrupción, impunidad, etc.) y crisis de institucionalidad (fracaso de la forma partido, IU incluida). Y aunque no cabe duda de que Podemos ha sido una expresión inequívoca de esta última crisis, no se ha de olvidar que para cuando su propuesta ha llegado a las elecciones, las CUP ya habían demostrado en las autonómicas catalanas por donde apunta la fórmula de éxito. Podemos puede ser nuevo a nivel estatal, pero debe ser situado desde una aproximación que tenga en cuenta la ola de movilizaciones en curso.
En tercer lugar, el voto de Podemos no ha sido un voto de partido, sino un voto contingente. Reflejo del cambio profundo en la constitución material de la sociedad que se ha operado en las últimas décadas, Podemos es el pago en moneda política de la precariedad con que se ha venido remunerando a toda una generación. Dicho de otro modo, la identificación partidista propia de la socialización fordista ha venido perdiendo peso de acuerdo con la propia implementación del neoliberalismo: el precariado que solo ha conocido efímeros contratos, jefes con menores competencias, abusos de poder, etc., se identifica claramente con el discurso que habla de la casta, del régimen, etc. Pero por este mismo motivo, tampoco Podemos, como antes CUP, debería dar por seguro su propio voto. Se trata de un voto que responde a los alineamientos inestables característicos de la propia contingencia del trabajo posfordista.
Pasadas ya las elecciones europeas comienzan a dibujarse en el horizonte las elecciones municipales y autonómicas. El espectro de un adelanto en Catalunya tras el 9N también planea sobre la agenda. Tras el efecto Podemos, la pregunta que se perfila ya no es tanto acceder a la representación cuanto ganar para redefinir las reglas de juego democrático. Ahora sabemos que el poder, se puede.