Raimundo Viejo Viñas

Profesor, autor, traductor, editor, ciudadano activo y mucho más.

May

23

[ es ] Los Glucksmann, el 68, el obrero-masa y la memoria reelaborada


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Una nota al hilo del paso de André Glucksmann (e hijo) por Barcelona.

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El pasado pasa y la memoria se va tras de él de vuelta a la noche de los tiempos. Por eso la memoria histórica viene a ocupar su lugar como relato de lo que fue. La Historia se entiende a si misma como el ejercicio mitopoiético que se crea y recrea a partir del puzzle de las evidencias que el propio historiador construye. Tal es la obra de la historiografía. No hay pues una verdad ontológica en el pasado esperando ser desvelada, sino conflicto presente en torno a la congruencia de nuestras acciones y nuestros valores a lo largo del tiempo.

Una de las obsesiones de los activistas de los movimientos sociales más inclinados a mirarse narcisísticamente en el ombligo de su identidad colectiva radica precisamente en su tendencia a pensar que, ya que en el presente no parece fácil hacerse con razones, mejor es mirar hacia el pasado e instalarse cómodamente en su maleabilidad discursiva. El permanente ejercicio agonístico por determinar y fijar la significación del acontecimiento histórico conduce así a muchos activistas a ubicarse en ese plano «pre-ocupante» y siempre cambiante del «pasado que no quiere pasar» (Vergangenheit, die nicht vergehen will, por recordar aquí la polémica expresión del historiador conservador alemán, Ernst Nolte, que inauguró la Disputa de los Historiadores o Historikerstreit).

No obstante, a diferencia del historicismo consevador (pero sin dejar de operar en una misma organización categorial historiográfica), el activismo autorreferencial e identitario no quiere que el pasado pase (la parte oculta del mismo plano) para poder seguir ejerciendo el victimismo histórico y la reconstrucción intencional de ese maniqueismo propio de la dialéctica schmittiana entre el amigo y el enemigo. Tal es, por cierto, el sentido heurísticamente más cruel, pero más acertado de la expresión «contra Franco vivíamos mejor».

Frente a todo ello no podemos dejar de recordar aquí la evocación habermasiana de Th. W. Adorno y su idea de la «reelaboración consciente del pasado» (Aufarbeitung der Vergangenheit). En ella el pasado por fin puede pasar, si bien parece que no tanto en el sentido dialógico y consensual de la concepción habermasiana –tan orientada ella a la reductio ad unum propia del «espacio y opinión pública» (Öffentlichkeit) de la democracia liberal– cuanto como benjaminiana producción de una crítica inmanente de la sociedad. La memoria se nos muestra, pues, como punto inicial de referencia sobre el que se opera el desplazamiento temporal de las singularidades. Sobre él, en última instancia, se articulan los procesos de subjetivación que hacen posible el devenir singularidad en la multitud.

Así las cosas, el otro día tuvimos ocasión de ver a los Glucksmann, padre e hijo, metidos de lleno en la harina del costal historiográfico contumaz y neocon de quien por mirar en el sentido contrario piensa haberse desplazado hacia algún lugar y no ha hecho, empero, más que girar sobre sí mismo. En su discurso, el conflicto moral que se experimenta por la redención del leninismo (maoista en su caso, como antiguo miembro de la Gauche Proletarienne) se resuelve fundamentalmente por medio de dos operaciones: por una parte, mediante el anti-«sovietismo» visceral (amnesia del leninismo propio y ocultamiento del antagonismo del movimiento consejista) y, por otra, mediante la liquidación historiográfica del obrero-massa (amnesia de la composición de clase del 68 como el que Claus Offe denominaría más adelante, al hilo de su análisis de los movimientos sociales posteriores, «nuevo radicalismo de las clases medias»).

En efecto, lo «soviético», como para tantos ex-leninistas visceralmente opuestos al neofetichismo de la URSS, se convierte en el discurso glucksmannianno en el falso nombre de «estalinismo» y para el cual, el movimiento consejista que siguió a la I Guerra Mundial (el movimiento de los soviet, en ruso; pero también de los Räte en alemán, a la manera del Räterkommunismus de Luxemburg, Pannekoek y tantos otros) y no el leninismo nominal en tanto que deriva totalitaria del marxismo inventada por Stalin, sigue constituyendo el espectro a conjurar. No deja de ser relevante en este sentido constatar que, en Francia, los neocon han reclutado en el maoismo de la Gauche Proletarienne algunos de sus intelectuales más destacados. A la manera de los neocons de origen trotskista americanos (Wolsthetter, Kagan, Kristol, etc), los Glucksmann, Henri-Lévy, Geismar, etc., han venido a producir la ibseniana «mentira vital» (Lebenslüge) sobre la que han construido sus carreras profesionales como exorcistas de la crisis del liberalismo de principios del siglo XX.

Correlato de lo anterior, aprovechando las ventajas del enfoque «presentista» (Croce), se recompone una Historia sin antagonismo; una historia-relato del desarrollo armónico del devenir liberal-democrático del mundo (que no democrático-liberal), una historia-relato negación de la Historia-conflicto. A resultas de esta particular historiografía, el 68 puede ser reducido al logro parcial (por otra parte nada desdeñable en los tiempos que corren) de una mayor liberalidad sexual, mejoras en los derechos civiles, ampliación del acceso de la mujer al mundo laboral, diversificación de los criterios estéticos en la moda, etc… El 68 se nos presenta por ello mismo en el discurso de los Glucksmann como el proceso sin subjetividades que precisan quienes carecen de tradición liberal (los neocon) y ello con la única finalidad política de fabricarse una explicación congruente de sus «escarceos» políticos de juventud. Fanatismo así del antifanatismo, vida en lo falso, eso sí, que asegura un negocio mediático-editorial de tal calibre que permite incluso legar al vástago una lucrativa herencia en el vasto reino de las medias mentiras historiográficas.

Pero si todo lo dicho hasta aquí resulta acertado en mayor o menor medida, no lo es menos su reflejo especular en el seno de los movimientos sociales, a saber: la obstinada producción de un discurso identitario y autorreferencial basado en la apología de la centralidad de la figura del obrero-masa fordista. El 68 y su crítica se revela así no pocas veces como incomprensión de la ruptura histórica que marca la apertura del tránsito al postfordismo. Paradójicamente, la historiografía neocon necesita al izquierdismo en no menor medida de lo que los izquierdismos varios necesitan la «crítica del 68» como fragmento particular del «espectáculo» (Débord) en el que verse reflejados dentro de una Öffentlichkeit compartida.

Después de todo, los intelectuales izquierdistas y otros apologetas varios del obrero-masa no escapan a la «suerte» (en su doble acepción de fortuna y destino)que sigue a este segmento de la clase trabajadora del mundo occidental. Es esta una suerte simultáneamente paradójica y moralmente conflictiva, pues, beneficiario siempre relativo de la globalización emprendida por el neocorporativismo neoliberal como reacción al 68, el obrero-masa habita hoy en el postfordismo como subjetividad que todavía aspira a predicarse como sujeto de las conquistas sociales. Ello no le exime, empero, de tener que pensarse en contradicción con los procesos de subjetivación en curso (precarización, la migración, etc) que lo contraponen aquí al riesgo de la razón cínica (Sloterdijk) y abren las puertas a los excesos de la razón populista (Laclau).