Raimundo Viejo Viñas

Profesor, autor, traductor, editor, ciudadano activo y mucho más.

Nov

04

Renacimiento Psiquedélico y Acid Communism


Artículo publicado originalmente en la Revista Cáñamo, nº 272, págs 32-35 (agosto de 2020).

Ilustración de Martin Elfman

“Renacimiento Psiquedélico” y “Acid Communism”. Dos nombres para dos tendencias que aspiran a mejorar un presente abocado a la distopía. Ambas tienen genealogías muy dispares, pero en sus avances recientes comparten un horizonte común. El “renacer” de la psiquedelia se origina y progresa al replantearse sus relaciones con la política, décadas después de operar en el marco represivo de la “Guerra contra las Drogas”. El “socialismo lisérgico” se formula a fin de repensar el papel de la consciencia en una alternativa al modelo neoliberal. Aunque hoy por hoy pueden parecer dos mundos que poco o nada tienen que ver, psiquedelia y política bien podrían estar llamadas a encontrarse antes que después.

1. El Renacimiento Psiquedélico

De un tiempo a esta parte, en la comunidad psiconáutica se ha hecho frecuente hablar de “Renacimiento Psiquedélico”. La expresión remite al cambio estratégico de una parte de la escena lisérgica, decidida a salir de la clandestinidad y validarse en sociedad. Básicamente, la idea es lograr que la experiencia psiquedélica sea aceptada por el régimen de poder en que vivimos, superando así un agravio histórico contra el progreso científico y el bienestar de la sociedad. Los protagonistas de este renacer buscan ser reintegrados a la legalidad de los distintos marcos constitucionales aprovechando la eficacia —por otra parte científicamente demostrada— de las praxis terapéuticas con psiquedélicos. Lograrlo, sin embargo, no es tan fácil como parece. Antes es preciso derrotar un marco cultural arraigado desde hace décadas en la opinión pública: la “Guerra contra las Drogas”.

Desde que en los sesenta la psiquedelia emprendió su deriva contracultural, los establishments de las grandes potencias —comenzando por los EE UU— se sintieron amenazados y activaron sus defensas. La contraofensiva no tardó en llegar. Una cosa era la escena subterránea de beatniks, músicos de jazz y demás fauna que habitaba los márgenes de la sociedad en la posguerra; y otra muy distinta sus hijos WASP (“blanco, anglosajón, protestante”) protagonistas privilegiados de la emergente sociedad de consumo. Hasta entonces, para la “respetable sociedad” de los cincuenta, la experimentación psiquedélica había permanecido recluida en la institucionalidad del laboratorio, la cátedra o el diván. No dejaba de ser una excentricidad de las élites científicas, artísticas o intelectuales en la que se podían implicar figuras tan variopintas como Albert Hofmann, Aldous Huxley, Robert Gordon Wasson o Cary Grant. En lo esencial, no alteraba el orden establecido y sugería un futuro prometedor en el terreno psicoterapéutico.

Pero en ese momento tuvo lugar una deriva inesperada. Por causa de una compleja conjunción de factores, científicos de prestigio (Leary, Metzner, Alpert, etc.) acabaron por entrecruzar sus destinos con los nombres propios de la escena contracultural (Burroughs, Ginsberg, Kesey, etc.), tan proclive al consumo de cualquier sustancia, como ajena a la disciplina académica. A ello se añadió un estudiantado universitario que estaba poniendo el campus patas arriba. Tras el desbordamiento multitudinario del Summer of Love, la politización y la radicalización de la psiquedelia fue en ascenso hasta tal punto, que incluso un grupo armado tan anómalo como la Weather Underground acabó implicándose en esta historia con la liberación de Leary y otras acciones. El mitema del pecado original estaba servido: la manzana había sido mordida… o más bien se había disuelto en cubitos de azúcar.

En la década siguiente, el horizonte que se había ido abriendo desde la posguerra se cerrará por completo. Desde la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961 se había producido en el mundo un auténtico big bang psiquedélico. La legislación iba con retraso para los partidarios del control. Será a partir de los setenta cuando tengan lugar eventos clave como la Convención sobre Sustancias Psicotrópicas de 1971. El temor a sus efectos emancipadores sobre el sistema de valores y mentalidades generó las condiciones de un endurecimiento legislativo sin precedentes. Desde el encuentro diplomático de 1971 hasta 1988 —año este de la Convención contra el Tráfico de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas— se acaba de legislar un ordenamiento jurídico internacional del que pocos países podrán sustraerse en adelante.

Para cuando en 1980 Thatcher y Reagan llevaron el neoliberalismo al poder, el marco mental de la “Guerra contra las Drogas” ya había sido dotado con los recursos legislativos necesarios para favorecer un cambio de subjetividad general reorientado hacia el individualismo posesivo. A partir de aquí, la escena psiquedélica se verá obligada a vivir al margen, sus científicos serán condenados al ostracismo profesional y los consumos tipificados, penalizados y perseguidos. La contrarreforma cultural que traía consigo el neoliberalismo promovería a su vez un cambio sintomático en el consumo de sustancias: cocaína y heroína pasaron a convertirse en protagonistas de los ochenta. La psiquedelia parecía condenada para siempre.

2. El Acid Communism

La Guerra contra las Drogas solo es un aspecto concreto del cambio de mentalidad mucho más amplio que acompañó la imposición del “realismo capitalista”. Formulado por el crítico de la cultura, Mark Fisher, el realismo capitalista es una noción que se refiere a la imposibilidad de pensar lo real fuera del marco de relaciones de poder impuestas por el neoliberalismo como el proyecto hegemónico que es. La hipótesis del Acid Communism se sigue de este diagnóstico crítico del marco cultural impuesto por Thatcher y Reagan a partir de 1980.

La imposibilidad de pensar lo real fuera de los esquemas neoliberales fue acuñada por Margaret Thatcher con su conocido “principio TINA”, acrónimo de There Is No Alternative. En palabras de Fredric Jameson, su efecto sobre la política de los últimos cuarenta años fue tal, que todavía hoy “nos resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Basta, de hecho, con atender al género del cine de catástrofes para darnos cuenta hasta qué punto ciertas narrativas de la ciencia ficción pueden disponer de mayor consistencia y verosimilitud que los diagnósticos críticos más acertados sobre el colapso planetario.

Sobre la lógica cultural del capitalismo tardío se han escrito océanos de tinta. Su consolidación tras el fin de la Guerra Fría no sería impugnada antes de que el movimiento antiglobalización irrumpiese con el slogan “otro mundo es posible”. La posibilidad de pensar un decurso histórico diferente al seguido tras la caída del Muro de Berlín ponía en solfa el discurso sobre el fin de la Historia y de las ideologías, así como de cualquier concepción política basada en el antagonismo.

Pero una cosa es disputar a un marco cultural su legitimidad y otra muy diferente es disponer de la capacidad para poner otro alternativo en marcha. Esa era la labor que Mark Fisher se propuso al formular la hipótesis del Acid Communism. Su obra no se limitó únicamente a la crítica del marco cultural existente, sino que legó —entre muchas otras— dos aportaciones clave: la primera, que diagnosticar los males de nuestro tiempo requería una labor “arqueológica” sobre los marcos culturales anteriores al triunfo neoliberal; la segunda, que de alguna manera era preciso atender al problema de la consciencia y su alteración.

Tanto en la obra de Fisher como en la de sus continuadores (Gilbert, Stamm, etc.) la cuestión de la consciencia tiende puentes hacia la escena psiquedélica. Si la formulación de un proyecto emancipador de la lógica cultural del capitalismo tardío exige modificar el marco mental con el que definimos lo real, se impone repensar el papel de la consciencia y su mutación en el contexto anterior al cierre neoliberal. Desde esta premisa adquiere pleno sentido retomar las prácticas de los movimientos antagonistas que en los sesenta y setenta promovieron un activismo basado en la “concienciación” (conciousness-raising) de los sujetos oprimidos.

¿Pero cómo trasladar esto a una praxis viable en el mundo actual? Mediante la intervención en eventos propios, como el Fast Forward Festival o ajenos, como The World Transformed, colectivos como Plan C, activistas diversos y gentes de la cultura han puesto en marcha la dinamización de grupos para la “toma psiquedélica de consciencia” (psychedelic conciousness-raising). Se inscriben en la larga tradición de movimientos que se sirvieron de la “coinvestigación” para intervenir en una producción liberadora del conocimiento y el discurso político: la encuesta obrera del Operaismo, el análisis institucional de la antipsiquiatría, la autoconcienciación  feminista, la pedagogía del oprimido, etc.

La innovación del Acid Communism procede de incorporar la experiencia psiquedélica e integrarla a los procesos de subjetivación antagonista. Gracias al activismo de los grupos de toma psiquedélica de consciencia, las llamadas non-self technologies —prácticas que pueden ser empleadas a fin de anular los marcos de la identidad individualista propios del neoliberalismo— son declinadas en un sentido favorable a la producción de lazos de solidaridad, goce colectivo y bien común. Del yoga a la meditación o incluso los viajes psiquedélicos, todo un repertorio de prácticas antaño difundidas por los movimientos volverían a ser objeto de disputa y reapropiación por los sujetos oprimidos.

3. Politizar la psiquedelia, psiquedelizar la política

El Renacimiento Psiquedélico y el Acid Communism son reflejo de un trasfondo común: sin una mutación de la consciencia que supere el restrictivo marco mental de la sociedad actual no hay solución posible a la destructiva deriva de la humanidad y, por ende, del planeta. La alteración de la consciencia —su sustracción a las rutinas alienantes— dota de sentido a procesos que van más allá de nuestros intereses particulares y nos reintegran a una plenitud olvidada.

Con todo, ambas tendencias se encuentran a su vez atravesadas por tensiones que resultan de su propio éxito y empuje. El renacer de la psiquedelia se arriesga a acabar convertido en una serie de tecnologías para la explotación mercantil de la subjetividad lisérgica. El éxito de la investigación con psiquedélicos y su aplicación psicoterapéutica no se encuentra libre del riesgo de su apropiación en una clave neoliberal. Así sucede, por ejemplo, con el elitismo de ciertos eventos culturales, la investigación millonaria de algunos centros, las psicoterapias y consumos en retiros de lujo, etc.

El comunismo lisérgico, por su parte, se arriesga a verse reducido a una excéntrica moda intelectual más de la posmodernidad sin incidencia alguna sobre lo real. Otro tipo de elitismo —no muy diferente en el fondo del que tensiona el renacimiento psiquedélico— podría afectar a quienes apuestan hoy por este comunismo lisérgico. La sofisticación de una minoría intelectual dedicada a los estudios culturales en centros universitarios de elite, la distinción estética de una vanguardia artística o el activismo profesionalizado de ONGs bien financiadas podrían contribuir a diluir el sentido de algunos espacios experimentales haciendo de ellos guetos de una sociología del privilegio neoliberal.

En definitiva, cabe preguntarse si el renacimiento psiquedélico lo es, en exclusiva, de la relación de las élites con la experiencia lisérgica o si irá más allá del laboratorio, la cátedra y el diván en donde estuvo recluida hasta los años sesenta. De igual modo, aún está por ver si el comunismo psiquedélico alcanza a pensarse en las condiciones de vida de la gente corriente o no pasa de la fase de un pensamiento de vanguardia. En medio de esa tensión, crecen hoy las condiciones de posibilidad para una ola que remonte a los cruces de caminos abandonados de la historia y reabra la potencia de una liberación. imperativa ante el colapso que viene.