Raimundo Viejo Viñas

Profesor, autor, traductor, editor, ciudadano activo y mucho más.

Ago

31

[ es ] La nación inexistente


 

La concatenación de errores de Juan Carlos I parece no tener fin.  Tras el episodio del elefante, los escándalos de corrupción de la familia real y su último tropezón todo parece apuntar a que la fortuna abandona a quien persiste en tener tan poca virtud. Se pueden leer así titulares que nos recuerdan, con acierto, la particular condición constitucional del monarca: Si el rey hubiera matado a su chófer habría sido declarado inmune

Y es que «España», ese significante abortado por la Historia, apenas ha existido como nación propiamente dicha más allá de sus efímeros episodios de ruptura republicana. Más aún, el Estado que se gusta de decirse «español» con el objeto de usufructuar la fuente de legitimidad nacional, es en verdad un reino; una monarquía constitucional, si se prefiere, pero no por ello un país libre, esto es, una «nación» propiamente dicha. Vaya por adelantado, a fin de evitar otros debates, pero sin querer por ello soslayar una heurística importante, que naciones libres sólo son aquellas que se han constituido sin Estado, en abierta ruptura con el soberano moderno que instituye, por medio del Estado nacional, el mando biopolítico.

¿Monarquía constitucional o monarquía democrática?

No nos engañemos, una monarquía constitucional no quiere decir necesariamente «monarquía democrática» por más que la pragmática del discurso político del régimen así lo haya dado a entender desde siempre, en un inequívoco acto ilocucionario que persigue una apropiación espúrea. Si, de hecho, atendiésemos a lo que «monarquía democrática» pudiese querer decir de por sí, el oxímoron se haría evidente; muy en especial si recurriésemos a la luz de los clásicos de la Teoría Política. Distinguían éstos, con razón y de manera inequívoca, que «monarquía» es «gobierno de uno» mientras  que «democracia» se refiere al gobierno de todxs o  gobierno del demos, esto es, el auto/gobierno del cuerpo social en su conjunto, por y para sí (y no de las mayorías parlamentarias, por cierto). 

Para que una monarquía fuese, pues, «democrática», el rey tendría que ser elegido entre iguales, esto es, entre cualquiera que por el hecho de haber nacido tendría derecho a ser el gobernante, pero esta modalidad de gobierno sólo existió hace muchos siglos, cuando en los tiempos medievales en que se gestaban las primeras monarquías, todavía nos se habían establecido linajes y dinastías. Si, además de electo, el monarca fuese revocable y su mandato temporal, lo que tendríamos ya no sería estrictamente un monarca, sino el presidente de una república.

¿Sobre qué se constituye la monarquía constitucional?

La monarquía constitucional se constituye sobre una premisa falsa y aporética, a saber: la nación de El Rey. Eso que se dice «España», en rigor, no es más que un país donde sólo hay uno que disfruta de su nacimiento mientras todxs lxs demás padecen las consecuencias de los suyos propios en una intrínseca desigualdad respecto a ese «uno» (al monarca): no son elegibles para el cargo, no rinden cuentas ante la ley de igual modo (ya que en rigo sí rinden cuentas donde el monarca no lo hace), no disponen de las mismas prerrogativas políticas y no son, de facto (por más que se pretenda de jure) una nación soberana, ya que no disponen de la capacidad de constituirse de manera efectiva para decidir sobre la decisión.

Así las cosas, en el Reino de España, quien se quiera nación –quien se quiera legitimado para autogobernarse por el mero hecho de haber nacido libre e igual– debe afrontar necesariamente la ruptura constituyente con este régimen que ha dado carta de naturaleza democrática a una institución que por su naturaleza no lo puede ser. Pues es la democracia el gobierno de todos y son estos los muchos que no quieren dejar de serlo. Es la democracia el gobierno de la multitud y no la plebe que corea «¡yo soy español, español, español!» cuando bajo tal afirmación no hay sino el grito ahogado de una nación que no es.