Felip Puig pierde la visión de ojo a causa de una pelota de goma.
Felip Puig, conseller de Interior de la Generalitat de Catalunya, se encuentra ingresado en la clínica Sagrada Familia de Barcelona, donde está siendo atendido de un disparo en el ojo. Puig, de 54 años de edad, se encontraba con su padre realizando ejercicios de tiro en el patio de la finca familiar cuando en un descuido se le disparó la escopeta, un arma empleada para disparar pelotas de goma en manifestaciones, según informan fuentes de los Mossos d’esquadra.
[ Fake de Leónidas Martín ]
La noticia de la reforma del código penal es todo un síntoma de la coyuntura actual. El gobierno ha previsto dos medidas de inequívoca voluntad política para hacer frente a la que se nos viene encima: 1) considerar la «resistencia pasiva» como atentado contra la autoridad y 2) tomar la convocatoria de acciones desobedientes por internet por integración de organización criminal. Ambas medidas se aprueban en la previsión de un aumento progresivo de la conflictividad social paralelo a la imposición del régimen de poder cleptocrático al que nos aboca el proyecto neoliberal. Pero su ineficacia en términos garantistas ya se puede dar por segura.
La clave, sin embargo, no está en la aprobación de medidas de refuerzo en el margen del Estado de derecho. Al contrario, de lo que es cuestión aquí es de poner en marcha la disolución de sus contornos para que el soberano pueda intervenir en la emergencia. A tal fin, resulta necesario que se diluyan las fronteras que los derechos constitucionales imponen a la actuación de las fuerzas policiales. No se trata, por lo tanto, de reformar el código penal con una opción más dura en el amplio abanico de posibilidades que confiere el marco constitucional, sino de profundizar en el proceso deconstituyente en que estamos inmersos (así, por ejemplo, la reforma constitucional del verano).
Adios al mito del centro, el régimen desbordado
El régimen político de 1978 se funda en una mitología particular: la de un centro político liberal y moderado sostenido en una composición social de clase media, bienestante e ilustrada. A tal fin se organizó en su momento un sistema electoral que aprendía la lección de Weimar y organizaba todo el diseño institucional en el objetivo de articular fuerzas centrípetas que obligasen a buscar la moderación de los dos polos contrapuestos e hijos del universo categorial judeocristiano: izquierda y derecha.
En este diseño centrípeto, la política del movimiento tiene sentido como subalterna de la izquierda (como conjunto de protestas interpretables y encauzables por medio de la representación hacia las instancias parlamentarias), pero no como despliegue de la autonomía social. Esta es, de hecho, la concepción con la que todavía operan PSOE, ICV, IU, etc.: los movimientos no serían más que «ciclos de protesta» canalizables como demandas. De igual modo, el contramovimiento (las movilizaciones contra el matrimonio homosexual y otras, siempre reactivas a las conquistas sociales) se encuadra en un mecanismo equivalente por la derecha. Movimiento y contramovimiento vendrían a ser la respuesta heterónoma al movimiento pendular alternante del centro-izquierda y el centro-derecha. O al menos así es como fue pensada la cosa por el mainstream académico neoliberal.
Una triple crisis
Dormíamos bajo un volcán y por fin estalló un 15M. ¿Qué fue lo que comenzó a cambiar a partir entonces? Lo que entonces empezó y desde entonces está cambiando es que debido al distanciamiento creciente y excesivo entre las constituciones material y formal hemos comenzado a superar el umbral de resistencia del régimen, adentrándonos en una crisis del mismo que es, a la par, una triple crisis:
1) crisis deconstituyente: el soberano ya sólo encuentra legitimidad en los márgenes del poder constituido, sin opción a ganar legitimidad fuera de él por medio del conocido recurso a la excepción (mecanismo de agenciamiento por el cuál se puede actualizar la potencia constitucional si se acierta a armonizar las constituciones material y formal). Así, tal y como demuestra reforma constitucional del verano, blindar el proyecto neoliberal sólo es posible renunciando al poder constituyente, esto es, como un simple agotamiento del impulso de 1978;
2) crisis destituyente: el cuerpo social «sujeto» por el soberano (el «pueblo»), se escinde fuera de los espacios del régimen, en la calle, en abierta disociación con el mismo al grito inequívoco del «no nos representan». El 15M se inicia un devenir multitud: el pueblo unido que no puede ser vencido ya que deja de ser representable y, por ello, reificable; sometible a la reductio ad unum que requiere para su funcionamiento opresor toda configuración del mando fundada en el obsolescente soberano moderno. El significante pueblo se vacía porque la multitud se significa; el vínculo del cuerpo social no es el mínimo común que permite la representación, sino la simbiosis de las singularidades irreductibles y cualesquier;
3) crisis del proyecto emancipatorio: la escisión entre las constituciones material y formal hace estallar el campo de identidad de lo que se conocía como «izquierda» haciendo emerger dos nuevos campos: el del 1% enfrentado al 99%, el del cuerpo social que se opone al mando. Una nueva composición social emerge bajo el protagonismo político del precariado en cada ciclo de luchas: 15M, 15O, 17N, 29F, 29M… y suma y sigue. El proyecto emancipatorio va cogiendo cuerpo, encarnándose en una multiplicidad de subjetividades (estudiantes, migrantes, gente mayor, etc.) que ya no se dejan reducir a la representación del trabajo integrada al mando por medio de los Pactos de la Moncloa. Basta con situar en perspectiva las huelgas generales, con examinar los vectores que se trazan del 29S al 29M y se constatará sin dificultad hacia donde nos proyecta el movimiento.
Hacia el #12m15m: gestionar el miedo, vencerlo, cambiarlo de bando
La huelga general fue la crónica de una tensión anunciada. Rajoy filtró que la huelga entraba en los costes de la implementación de la reforma, el sindicalismo de los Pactos de la Moncloa se vio obligado a ella y la multitud la desbordó. La acción social concertada ha terminado. La única respuesta gubernamental es la excepción, la imposición de la cultura de la emergencia, la difusión del miedo como única herramienta de intervención. El mando sólo aspira a provocar la parálisis del shock para poder abrir el preciado margen de intervención que le todavía le permiten las circunstancias. Pero su tiempo se agota y lo saben.
La violencia es la amenaza que resurge como espectáculo de la crisis. Nada más equivocado, sin embargo, que esperar un escenario a la griega. La helenización deseada por el mando encuentra en la erótica de la capucha su eco necesario en el cuerpo social. Por eso la pornografización de las luchas requiere de encapuchados quemando contenedores y líderes neocon asegurando que calle es suya. La auténtica violencia por venir, sin embargo, es muy otra, de carácter inequívocamente político y molecular, capaz de hacer cambiar el miedo de bando. En eso consistirá el antagonismo de la ola de movilizaciones en curso.
De momento, sin embargo, asistiremos a la forma vacía del contencioso que no acaba de morir. Y mientras el espectáculo se reproduce hasta agotar su potencia expresiva en la monotonía estéril del contenedor quemado, el repertorio modular de acción sigue, ciclo a ciclo, rekombinando, buscando las prácticas semióticas constituyentes que reconfiguren agonísticamente el movimiento proyectándolo más allá del presente estado de cosas. Que nadie se sorprenda si a todos nos sorprende. Será imprevisto, inesperado siempre, el poder constituyente.