Jun
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[ es ] [ NEM 4 ] La danza de Medusa
- POSTED BY Mundus IN Sin categoría
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Las últimas asambleas (y no pocas de las que todavía quedan por venir) debaten apasionadamente sobre la pervivencia de las acampadas. En las áreas metropolitanas, la extensión por los barrios puede estar llevando cierto tiempo, pero la fase de expansión parece que llega a su madurez cubriendo prácticamente todo el territorio. Parafraseando a Nietzsche: «el movimiento crece, pobre del soberano que albergue movimiento».
En algunos núcleos de población pequeños y medianos (las extremidades de las redes sociales), sin embargo, empiezan a experimentarse cambios tácticos importantes que marcarán el despliegue de movimiento. En Toledo, por ejemplo, el centro ya se ha disuelto cediendo el protagonismo a los barrios. Sin duda es una decisión más sencilla que la de Sol o Plaça de Catalunya. En los «epicentros» metropolitanos se espera una señal inequívoca para dar el paso decisivo. El fetichismo de la acampada puede resultar demasiado caro al movimiento y en estos momentos se precisan ya vectores que apunten salidas creativas, movilizadoras y oportunas.
Debatir en la incertidumbre, acertar en la decisión: la política democrática
En el debate sobre la disolución de las asambleas, el principal inconveniente radica en la incertidumbre ineludible que siempre invade a quien ha de tomar una decisión. Sólo desde los marcos interpretativos heredados del pasado se puede operar con certidumbre. Sin embargo, certidumbre no significa acierto. El acierto, de hecho, depende de la combinación del azar y la habilidad. Más aún, las viejas certidumbres ideológicas (incluso si fueron marcos interpretativos de éxito en el pasado) nunca alcanzan a ser garantía de nada cuando las situaciones han cambiado. Y menos aún en momentos de ruptura constituyente como el actual, donde la fuerza del acontecimiento lo cuestiona todo, donde la expresión multitudinaria de lo político desborda las pobres maquinarias ideológicas del pasado.
El tiempo y lugar de la decisión siempre producen un horror vacui. La explicación estriba en que la decisión es constitutiva de la política; es lo político en sí mismo. La política no trata del poder; y menos aún del poder en esa concepción funcionalista que lo entiende como la capacidad para obligar a alguien a hacer algo que no quiere. La política nos interpela sobre el decidir: quien decide qué, cómo lo decide, con quien lo decide, contra quien lo decide… Por eso la política es, también, conflicto; porque la mayoría de las veces no se puede decidir sino es contra alguien (contra el opresor, contra quien detenta el poder). Pensarse que el diálogo lo arregla todo, que puede evitar cualquier enfrentamiento es, sencillamente, falso.
El principal problema de las asambleas al decidir sobre las acampadas no es, por lo tanto, una cuestión de reproducción mecánica de viejas recetas, sino de experimentación contenciosa, de práctica teórica en el marco de una lucha contra un poder opresor (aunque este se ejerza por los métodos menos malos: la democracia liberal). En momentos como el actual hemos de intentar formular alternativas ante la ausencia de modelos organizativos de fácil (¿inmediata?) comprensión. La ausencia de referentes empíricamente conocidos puede acabar decantando las deliberaciones hacia la repetición de errores del pasado y la tentativa (fracasada de antemano) de poner en práctica experimentos organizativos ajenos por completo al cuerpo social que protagoniza y da vida a este proceso: la multitud.
Carecemos, por tanto, de manual de instrucciones para decidir sobre las acampadas. Pero eso no quiere decir que no podamos ingeniárnoslas para encontrar respuestas a nuestras preguntas. Para ello disponemos de una formidable maquinaria cerebral capaz de asociar ideas, de poner en común conceptos y formular respuestas inteligentes de manera colectiva.
En este post proponemos una imagen gràfica, un poema visual de la intelecto colectivo natural que nos sirva para intervenir en el desarrollo autónomo del proceso actual. En la extrema izquierda muchos buscarán sus viejas certidumbres y preferirán predicar su obsoleto Qué hacer? leninista; o su viejo manual anarquista. A buen seguro no falta un troskista que nos hable de la revolución permanente. Las viejas redes de la izquierda más extrema, se han retratado, sin embargo, desde el primer momento. A medida que ha avanzado el movimiento las plazas se han converitdo en un perfecto dispositivo diagramático capaz de detectar la frontera entre el intelecto colectivo y el identitarismo psicopatológico.
En este mercado de las certidumbres ya han aparecido también otras sectas, las religiosas, y grupos new age para cerebros blandos y postmodernidades consevadoras. También tenemos gentes que todo lo resuelven con un Estado propio, como si la forma-Estado no fuese parte intrínseca en la configuración del mando. Y nos sobra, por descontado, mucha razón cínica y una cantidad ingente de pesimistas innatos; psiques pasivo-agresivas que ya han predicho (sí o sí) el fracaso. Lo que no nos explican, por cierto, es qué les lleva a perder el tiempo entre nosotrxs, multitud. No hay nada más fácil que tener certidumbres: basta con recurrir a la superstición, a la trascendentalidad, a la mística o a la estadística.
Y si todo tiene que cambiar, ¿qué nos queda? La estructura de la decisión
La experiencia nos lleva, sin embargo, a plantear el problema desde otro punto de vista, a saber: el punto de vista que se sitúa en la estructura de la decisión democrática. En democracia, quien decide bien (acertadamente) lo hace siempre en el mejor ejercicio de sus capacidades, pero también siempre en un margen de incertidumbre. A diferencia de los autoritarismos (y por eso el mando ha optado por la democracia limitada o liberal), la democracia institucionaliza la incertidumbre por medio de su propia procedimentalidad. La contingencia es inevitable, cierto; la contingencia de un orden político en su totalidad inherente a toda ruptura constituyente requiere una democratización completa, tiene remedio y se llama democracia absoluta.
Nos referimos a la democracia en la que la participación es directa o bajo mandato imperativo; la que no conoce límites en la definición de sus temas de debate; aquella que decide soberanamente sin su subordinación a ningún poder coercitivo. Una democracia que, porque no es objeto de acotamientos temporales (legislaturas) ni espaciales (parlamentos, gobiernos y otros espacios de poder) se desarrolla de manera ilimitada, procesual, democratizando todo lo democratizable; a comenzar por las propias democracias demediadas, representativas o liberales. Esta es la democracia que se ha abierto paso en las plazas transformándolas en auténticas ágoras.
Althusius, teórico político del principio federal era perfectamente consciente de la necesidad de una antropología política fundada en otra singularidad. La encontró en el simbionte, que ejemplificó en el lento proceso de formación del cuerpo social que comienza por la relación madre-hijo. Althusius era perfectamente consciente de que no nacemos humanos, sino que lo devenimos. Obsérvese el siguiente caso:
¿Puede esta singularidad firmar libremente un contrato social? ¿Puede hacer operativo el velo de la ignorancia rawlsiano? La ficción liberal del contrato no es más que la realidad de la sumisión a un poder soberano que nos gobierna por medio del miedo. Hobbes, como teórico legitimador del absolutismo moderno y padre del contractualismo liberal, lo sabía bien.
Toda teoría política necesita también una idea del vínculo, pacto o contrato social. Un vínculo que ha de ser libre y que nos conduce, por ello mismo, a ligar la antropología política con la constitución del orden social. El individualismo posesivo de la moderna gramática política capitalista encuentra en el contractualismo liberal su solución. Éste se funda, a su vez, sobre el convenio abrahámico, en la modalidad de vínculo que liga a Abraham con Yahvé y que le conduce a sacrificar a su hijo por obediencia a un mando trascendente.
En el mitema del sacrificio de Isaac, se rompe el vínculo simbiótico padre/hijo y se instituye la patria potestas. El poder del Dios (el Estado) es el poder del padre para matar al hijo (desde su nacimiento) y, con ello, para exigir su muerte cuando lo considere oportuno. Es en esta línea en la que Hobbes habla cuando enuncia los términos en que el contrato entre individuos se encuentra en la base del soberano moderno. Foucault lo dejó bien claro al apuntar a la estructura clásica de la soberanía: «un poder de muerte, que permite gobernar la vida» (vitae necisque potestas). He ahí el lugar desde el que nos gobiernan.
Y es que a menudo nuestras teorizaciones han sido acusadas de teoricismo innecesario, de onanismo intelectual, de idealismo abstruso y cosas peores. Conocido es el anti-intelectualismo que mora en las cabezas de una cultura política marcada por siglos de poder inquisitorial, púlpitos y prédicas autocráticas. Nada, pues, como la relación de evidencia con lo concreto para contrastar hipótesis (por descontado siempre habrá peores ciegos que no quieran ver).
Para resolver la ecuación que plantea levantar los campamentos a las asambleas acudamos nuevamente al ejemplo natural. He aquí otro vídeo que nos muestra cómo nada la medusa-animal:
Y es que si queremos hoy construir una maquinaria resistente, antagonista, capaz de enfrentarse con éxito al mando, de organizar el sentido de movimiento desde el intelecto colectivo y de coordinar las dinámicas asamblearias de manera armónica, haríamos bien en devenir medusas navegando en el océano del porvenir.