Raimundo Viejo Viñas

Profesor, autor, traductor, editor, ciudadano activo y mucho más.

Sep

13

[ es ] La perorata del militante sin masas


un par de notas sobre la «refundación de la izquierda»

Nuestro implacable Pablo Iglesias (Turrión) ha vuelto a abrir otro frente deliberativo, esta vez con un artículo bajo el ingenioso título Cuando Guillermo de Baskerville pidió el voto para Espacio Alternativo publicado por Caos en la red. Este texto es a su vez desarrollo de otra intervención anterior censurada por Mundo Obrero (sólo a Pablo se le ocurre confiar sus letras al Santo Oficio!) intitulada Renovación de la izquierda: ¿De qué estamos hablando? Los argumentos de Pablo, tan discutibles como los de cualquiera, pero bastante más y mejor razonados que los de algunos de sus interlocutores (menuda paciencia!), resultan de una trayectoria que, más allá de su singularidad irreductible como activista y politólogo (en rigor, esa extraña fusión, engendro de ambas cosas que somos), es compartida por un segmento importante de su generación (la generación de aquellos que se iniciaron en el activismo y comenzaron a madurar ideas, conceptos y argumentos, al calor de la revuelta zapatista, Seattle y todo lo que ha llovido después).

Para acabar de presentar las notas que siguen, quizás deba saber quien leyere estos bytes que el que esto suscribe fue coordinador del área de juventud de Esquerda Unida (organización gallega de IU, posteriormente coaligada electoralmente en dos ocasiones con la nacionalista Unidade Galega y más adelante escindida en Esquerda de Galicia y IU-EU); y todo ello desde su creación hasta su primera gran crisis (ya no recuerdo exactamente el año –quizás el 93 ó el 94–, pero si el contexto: expulsión del PDNI, sucesión de Anguita, ruptura con UG, etc.). Un par de años más tarde (algo así como desde 1996 en adelante) el que ahora teclea fue impulsor de Galiza Alternativa (colectivo gallego de Espacio Alternativo) y algunos años más tarde uno de los seis miembros de la Secretaría Confederal de Espacio Alternativo entre los III Encuentros (de cuya ponencia política fue redactor) y su dimisión como último no trotskista, tras Concha Denche, de aquel órgano de coordinación a partir de entonces entregado ad maiorem gloria del profeta y la organización de campamentos de verano. El colectivo Galiza Alternativa, de entre otros no partidarios de la neotrotskistización de Espacio Alternativo, se disolvió en la multitud durante la última ola de movilizaciones (creo que en el verano de 2002) generando una red más amplia y todavía existente llamada Alternativas Nómadas (ahora ya en su versión 2.0).

Hechas las presentaciones, en fin, dejo paso a mis improvisadas notas confiado en que más allá del gusto de escribirlas puedan ser de interés.

Déjà vu (o cómo mirar atrás para empezar a dejar de morderse la cola
)

A decir verdad nada resulta más fatigoso que ver pasar los años y repetirse prejuicios, patologías, ideologemas, neurosis y tantos otros síntomas de un debate que no es tal, a saber: el debate sobre la refundación de la izquierda. Al hilo de un nuevo empuje de la política del movimiento tras los años del Descontento (referéndum sobre la OTAN, movida estudiantil del curso 1986-87, campañas antimili, huelga del 14-D, etc.), a mediados de los años ochenta algunos activistas participamos de una «primera» refundación de la izquierda a nivel estatal (con IU como referente). Desde entonces ya han llovido bastantes piedras (neoliberales las más, de manifestantes alguna que otra), pero poco o nada ha cambiado el discurso de ese extraño objeto de deseo llamado «izquierda».

En rigor, ya por aquel entonces, en la segunda mitad de los ochenta, se trataba de alguna enésima refundación inscrita en una prolongada historia de encuentros y desencuentros de las redes sociales que sostienen la política del movimiento y sus extraños compañeros de viaje, los políticos profesionales. Tal y como se demostraría más adelante con los conatos refundadores de Espacio Alternativo o Corriente Roja, las refundaciones se ponen al orden del día en cuanto se sobrepasa el punto de inflexión de la fase a la baja de la ola de movilizaciones correspondiente. Así, IU (pero también, por ejemplo, el BNG) es hija de la ola de movilizaciones de la transición (su fundación coincide, de hecho, con el reinicio de una pequeña ola de movilizaciones a mediados de los ochenta) y Espacio Alternativo (aunque también Corriente Roja y otros zombies más o menos neoleninistas como el propio PCE, cuya alma, por cierto, en vez de transmigrar anguitianamente prefirió producir un poltergeist en la casa de IU) se constituyen al hilo de la ola de movilizaciones que se origina entre la Declaración de la Selva Lacandona y la contracumbre de Seattle. No es de extrañar, por lo tanto, que en estos días que corren se esté repitiendo el mismo interminable debate de ocasiones anteriores.

Primer error del discurso, pues, denominar «refundación» a lo que apenas son más que realineamientos de redes y cambios discursivos operados ante el imperativo de seguir adelante en un contexto de deserción generalizada (dicho sea con todo el orgullo desertor de la variante izquierda del militarismo: el «militantismo»). Aquí no se refunda nada. Lo que en rigor se hace es reproducir, ampliar ligeramente (si se puede) y federar redes de activistas sin por ello necesariamente revisar la cultura política sobre la que se desarrolla toda esta actividad. Ni siquiera se puede hablar, a la vista de la pervivencia del PCE en IU o de la sección correspondiente de la IV Internacional en Espacio Alternativo (por poner dos ejemplos que no por militancias ajenas me son desconocidos en sus efectos), de una «refundación» organizativa propiamente dicha (cabría hablar más bien de extensión de redes bajo maquinarias hegemonistas preconstituidas, por lo que las organizaciones derivadas carecen de carácter constituyente). Quien de verdad quiera comprender en que consiste la retórica de la refundación habría de preguntarse más bien por la composición de las redes activistas, los cambios en los repertorios de acción colectiva, el desarrollo de los procesos políticos antagonistas, etc… pero en modo alguno habría de perder el tiempo asumiendo que algo se refunda, pues tal refundación, sencillamente, no existe; en realidad, la refundación apenas es algo más que un ideologema al servicio de las viejas prácticas militantes hegemonistas de toda la vida.

En nuestros días, el ejercicio de la crítica (o quizás ya sólo del sentido común), especialmente tras los innumerables fracasos de las refundaciones pasadas y venideras (tiempo al tiempo, ya veremos en que acaba el experimento francés que tanto elogian los neotrotskistas de a uno y otro lado de los Pirineos) apunta más bien a comprender la crisis del discurso político en sus dimensiones globales que no a persistir en el ideologema refundador. De lleno en la postmodernidad, persistir en morderse la cola discursiva de la izquierda refundada equivale a dejarse llevar en círculo por el sumidero de las olas de movilización.

Refundación de la izquierda, la insoportable levedad del judeocristianismo

El concepto izquierda tiene su origen moderno en el surgimiento del asamblearismo revolucionario francés de 1789, pero se ancla firmemente en una Weltanschauung de origen judeocristiano predominante en el mundo occidental. Debido, precisamente, a que la Revolución Francesa no fue capaz de superar dicho marco categorial, la «izquierda» acabó prefigurando las limitaciones emancipatorias de su propio discurso. En nuestros días asistimos a sus estertores y por más que la «izquierda» como campo de identidad guste de vincularse a la crítica y a la autocrítica, no parece que ésta esté operativa en su discurso.

Pero vayamos por partes. Conocido es que la concepción judeocristiana del mundo construye todo un aparato categorial en el que se han inspirado los productores de discurso emancipador para desplegar sus agenciamientos del devenir histórico en las sociedades occidentales. Al judeocristianismo se debe, por ejemplo, la concepción historicista que ha inspirado a los izquierdistas de uno y otro cuño a lo largo de los últimos siglos. La creencia en el nexo causal, empero, tal y como señaló Ludwig Wittgenstein en el Tractatus Logico-Philosphicus, es la superstición («Der Glaube an den Kausalnexus ist der Aberglaube«). Incluso un ideólogo liberal como Karl Popper, pudo desmontar con facilidad las erradas bases epistémicas del judeocristianismo en su Miseria del Historicismo (aunque a cambio no pudiera ofrecer nada más decepcionante que el pobre juego de palabras entre verificar y «falsar»). Por desgracia, no parece que la «izquierda» quiera acusar recibo del giro epistémico que comportaron en el siglo XX la filosofía del lenguaje, la deconstrucción y demás referentes del saber contemporáneo.

Así, la creencia supersticiosa en que del conocimiento «científico» de un estado de cosas presente se puede inferir un estado de cosas futuro sigue marcando la producción discursiva de las redes activistas de la «izquierda». Más aún, sobre esta superstición se funda la convicción de que un estamento privilegiado de conocedores de las leyes del desarrollo socioeconómico pueden «dirigir» no ya sólo a las gentes, sino incluso ¡la historia! Lo más impresionante de la persistente ceguera de la «izquierda» ante algo que se ha demostrado falso en todos y cada uno de los ejemplos empíricos que podamos buscar (a empezar por la hecatombe de la experiencia soviética) reside en su obstinación en pensar que se puede operar desde un paradigma tal precisamente en un contexto como el de hoy en día, donde ya ningún actor político (ni siquiera los Estados, las multinacionales o los grandes organismos globales) dispone de la información necesaria para elaborar una decisión tan perfecta (caso de que algo así hubiera sido posible en algún momento histórico, claro).

En este orden de cosas, recomendaría leer a Franco Berardi, Bifo, en su libro La Fábrica de la infelicidad. Allí apunta análisis tan certeros como el que sigue:

«Desde Maquiavelo hasta Hobbes, desde Hegel hasta Lenin, la voluntad pretende gobernar la historia, la generación de los acontecimientos sociales. El humanismo moderno estableció también la convicción soberbia de que el saber científico es la base de una potencia técnica sin límites, capaz de penetrar en los mecanismos de la naturaleza y de someterlos a los fines del hombre» (p. 155)

Pero ya se sabe que la ecología política no es el fuerte de la «izquierda» española.

Pero volvamos sobre la «izquierda» como parte del aparato categorial judeocristiano. Su surgimiento como concepto político es debido a la disposición de los diputados en la Asamblea Nacional francesa (a la izquierda de la presidencia) y aunque en su momento rivalizó con otros, sin duda mucho más evocadores (por ejemplo, sans-culotte, montagnards, etc…), al final se impuso en la lógica del discurso de la dominación como la parte complementaria (e irreductible) de la derecha (que no por nada era asociada categorialmente a lo y al derecho) en un universo de discurso que se replegaba así tras la apertura de un horizonte constituyente en 1789. Esta imposición no fue casual y coincide, a su vez, con la consolidación del parlamentarismo como parte del modo de mando liberal que se instituye con el gobierno representativo.

Ahorrémonos los pormenores del viaje de la noción de «izquierda» a lo largo del tiempo y cuya definición es tan categorialmente dependiente de la derecha como ambas lo son, a su vez, de la necesidad de representar el mundo desde un «centro» (eje sobre el que se articula la representación en el parlamentarismo postmoderno, el pensamiento único, etc…) y, por ende, desde el control de la diversidad bajo el dominio pluralista de la democracia liberal. Desde los tiempos de la Perestroika, pero sobre todo tras el derrumbe de la URSS, la «izquierda» se convirtió en un campo de identidad común a numerosas redes de activistas que encontraron aquí el denominador común para referirse a una audiencia de su discurso político. Aunque en el terreno de los contenidos y los repertorios de acción colectiva cambiaron algunas cosas, el peso fundamental y éxito discursivo de «izquierda» como marcador simbólico-cultural (de la cultura que se dice «de izquierdas») consistió básicamente en articular el mencionado campo de identidad.

A partir de aquí, no resulta difícil desintrincar la lógica matricialmente sectaria que atraviesa la configuración de redes activistas y cuya praxis colectiva se centra en una declarada voluntad de representación hegemónica de la izquierda (evidentemente, la izquierda verdadera, única efectuación posible del bien). Segundo error, por tanto, de la perorata del militante sin masas: pensar que la multitud es un cuerpo social ordenado bajo el poder soberano a la manera de un pueblo sobre el que se puede ejercer un gobierno o peor aún, una gobernanza o régimen de dominación del «otro», el «enemigo». No tan casualmente en Italia se ha hablado, bien que con matices y diferencias, de popolo di sinistra.

Olvidar a Hegel, a Lenin y a Carl Schmitt,
repensar desde Spinoza, Deleuze/Guattari y Foucault.

La izquierda como concepto no es disociable de la tensión que genera como díada junto a la derecha (y de ahí las trampas dialécticas que genera). Junto a bien/mal, alto/bajo, amigo/enemigo, revolucionario/reformista, viejo/nuevo y tantos otros ejemplos configura el maniqueísmo en el que se piensa lo político desde «la izquierda» (y por ende, aunque en negativo, desde la derecha). Es en esta cosmovisión diádica que nace y se reproduce esa praxis fracasada, remanente y heurísticamente agotada que se conoce como «ser de izquierda». De poco han servido aquí, a la luz al menos de cierto activismo de las dos últimas décadas y media, adjetivaciones a la manera de izquierda alternativa, izquierda transformadora, etc. Acaso sea suficiente con señalar en este sentido la poca valía que tienen estas expresiones, cuando no la simple cobardía intelectual que encubren en boca de quienes quisieran hablar de verdadera izquierda (en lugar de alternativa) o de izquierda revolucionaria (en lugar de transformadora). ¿Qué son sino meros ganchos discursivos que intentan superar el gap generacional?

Llegado este punto seguro que no falta quien, al mejor viejo y patológico estilo de toda la vida, pregunte enchido de razón doctrinal y retórica asamblearia: «¿y tú que propones?» (variante algo más razonable y elaborada del estúpido y demagógico: «hay que hablar a la gente para que nos entienda»). Quien no quiera leer que no lea y se dedique a exigir a otros que lo hagan por ellos y aporten las soluciones que no buscan, pero existen buenas razones para olvidarse de la dialéctica schmittiana del amigo/enemigo y contraponer la estrategia de lo diverso o, si se prefiere, el éxodo de la multitud. Las redes activistas implicadas en el control del campo de identidad «izquierda» siguen pensándose en una normatividad del orden y la media, esperando que la multitud se convierta en ese cuerpo social ordenado en forma de masa o pueblo (de la izquierda o mejor aún gobernano desde ésta) sobre el que poder extender y sustentar su imperio. En este sentido, Foucault sigue siendo a todos los efectos el gran desafío incontestado para pensar la organización fuera de la dominación.

No menores son las razones para pensar que hay que renunciar al leninismo en todas sus declinaciones (estalinistas, maoistas, trotskistas e incluso alguna pretendidamente autónoma, pues hasta de chorradas como «leninismo deseante» se oye hablar en nuestros días). A estas alturas de la Historia para llegar a afirmar cosas del estilo de…

«este es el camino, sólo el marxismo-leninismo nos da las verdaderas razones y guía para el combate y por qué combatir, lo demás son zarandajas socialdemócratas de toda laya y estirpe; que sólo buscan subir a la poltronica y olvidarse de los explotados«

… hay que ser un adolescente inmaduro, un militante dogmático o, sencillamente, un imbécil falsacionista abocado a repetir la barbarie realizada en nombre del «comunismo» (eso sí, ahora quizás bajo la etiqueta «izquierda»). Henos aquí, inmersos de lleno en el valiente debate de Pablo, con un ejemplo sintético de tres patologías bien conocidas de la «izquierda»:

(1) la necesidad de configuración de una identidad política radical propia del activista adolescente (un soy tal o cual, y no yo argumento esto o lo otro). Basta con echar un ojo a los problemas edípicos de algunos militantes de identidades trotskistas, independentistas, etc. y nos asombraríamos de la sorprendente reiteración de pautas. La Escuela de Frankfurt, sin duda, se vanagloriaría de sus herméticos esquemas en el análisis empírico de algunas «familias» de activistas; Deleuze y Guattari, incluso, les podrían echar una mano a comprender el origen de ciertos comportamientos, la necesidad de ciertos referentes, la construcción de un universo tan pobre y circunscrito. Pero no caerá esa breva: el poder del yo no es nada desdeñable en las que C.B. Macpherson denominara sociedades del individualismo posesivo.

2) El dogmatismo confunde la resistencia política al neoliberalismo con la obcecación en la validez incontrastada de una doctrina y se niega a comprender la deserción de las «masas» en el enjambre de la multitud, los cambios en la composición de clase en el postfordismo, la mutación de las subjectividades en un mundo que ya no distingue dentro y fuera, etc… Careciendo de cualquier opción estratégica frente a la desesperación, ni más conceptualización de lo político que aquella que se deriva del modo de mando (la izquierda que no es nada sin derecha), se afirma en dar vueltas y vueltas (siempre a la izquierda, claro está) cual zurullo en el sumidero del váter de la historia.

3) En la postmodernidad, el falsacionismo histórico se ha convertido en una gran moda historiográfica y no sólo en la extrema derecha. A menudo deriva del autorreferencialismo identitario, de la lógica maniquea de pensarse en el bando de los buenos y de dedicarse a releer los acontecimientos históricos con una paranoide obsesión por conseguir que la razón histórica de esté de parte de uno. Se lee el pasado como una sucesión de errores y aciertos de buenos y malos que configuran una lectura moral y holística del desarrollo social: se está con Marx contra Bakunin (o al revés), con Lenin contra Bersntein o Kautsky (Luxemburg, siempre tan esquiva como el tercero que es multitud), con Trotsky o Mao contra Stalin, etc., etc. Por supuesto, al final siempre hay un yo y un tú, un nosotros y un ellos, los amigos y los enemigos (de nuevo la alargada sombra de Carl Schmitt) que confiere sentido a los acontecimientos dentro del relato redentor que separa a los revolucionarios de los reformistas, a los socialdemócratas de los… ¡lo que toque con tal de que no sean esos traidores!

Al final, una y otra vez, vemos emerger recurrentemente la lógica de la dialéctica, a la manera de la concepción del cambio revolucionario en Trotsky, para quien la escisión del poder soberano siempre era la antesala de la reductio ad unum, de la recomposición de su particular modo de mando, la dictadura del proletariado. No es casual que los leninistas de uno y otro cuño participen tan activos en la política del movimiento, a la espera de que estos consigan el nivel de movilización suficiente que provoque la escisión del poder soberano… ¡Cómo si este fuera hoy el mismo que en 1917! La cultura golpista de la izquierda, heredada de Louis Auguste Blanqui y tan presente en los acólitos de todas las facciones más o menos neoleninistas, decae bajo las formas reticulares de dominación, pero se mantiene viva como fetiche ideológico de figuras como el adolescente, el dogmático y el falsacionista.

La paradoja de nuestros días radica en que, mientras estos líderes revolucionarios de imaginarios psicopatológicos viven en su mundo de fantasía ajenos a todo principio de realidad, la política del movimiento progresa produciendo instituciones, articulando redes sociales y dando expresión política a los contrapoderes de la multitud. Todo a pesar de estas moscas cojoneras del movimiento insisten en entorpecer con su imposible construcción de jerarquías (si al menos leyeran a Lenin en serio, sabrían distinguir obviedades como que el partido de vanguardia nunca será operativo en la organización empresarial post-taylorista). En el horizonte político que inaugura la política del movimiento, por el contrario, deviene posible no ya una izquierda otra, sino sencillamente, la emancipación de facto.

¿Y el interfaz representativo?

El hundimiento electoral de IU es una mala noticia, por más que un proceso conocido desde que a mediados de los noventa comenzara a difundirse, con indudable éxito de crítica y público, la denominación satírica «izquierda hundida». La pérdida de aliados eventuales de la política movimiento en las instituciones del gobierno representativo no beneficia la creación de estructuras de oportunidad política favorables a la movilización social y, por consiguiente, en nada beneficia al activismo ni a la política del movimiento.

Porque se origina en la fuga, esta política necesita pensarse transversal al modo de mando. Evidentemente, no transversal para regresar al modo de mando (a la manera del entrismo trotskista, por ejemplo), sino transversal a fin de desplegar una producción institucional autónoma. En este despliegue estratégico es necesario pensar el interfaz representativo.

De hecho, uno de los errores de la autonomía, sobre todo en sus variantes libertarias más esquemáticas y primitivas, radica en la no comprensión de lo que es una institución (a menudo confundidas con el conjunto de organizaciones de Estado) y menos aún el diseño institucional del régimen político en que se opera muy mayormente el propio activismo. No es por ello infrecuente (así se demuestra, por ejemplo, en el actual debate sobre la okupación de Barcelona) que se tienda confundir con autonomía con los espacios residuales de las sociedades de la opulencia. La única manera de afrontar el Estado, se deduce equivocadamente, es desde un «afuera» que, en rigor, no es tal, sino más bien el simulacro de lo que otrora fueron espacios nacidos al hilo de las luchas antagonistas en un tiempo en que tales afuera todavía eran posibles (inmejorable a estos efectos la reflexión de Hakim Bey en su Zona autónoma temporal). A la vista de cómo proceden algunos activistas en sus espacios grupusculares (por ejemplo, por medio del mobbing afectivo o ejerciendo juicios sumarísimos sobre la conductas de otrxs activistas, a la manera de las sectas, sin la menor garantía procesal), el Estado de derecho sigue siendo un auténtico avance histórico y la democracia liberal, un universo de garantías individuales.

Así las cosas, ya va siendo hora de experimentar nuevas vías, de explorar opciones distintas a las conocidas y pensar alternativas a lo conocido. Buscar y producir desde la autonomía espacios de negociación seguros a fin de influir en la mutación de los diseños institucionales del régimen de poder en que vivimos es hoy una prioridad del activismo político. Para ello es necesario un interfaz representativo.

Este interfaz, va de suyo, no necesariamente tiene porque ser IU; sobre todo mientras esta organización no sepa lo que es el federalismo más allá de la retórica identitaria y una praxis forzada por las circunstancias (paradójicamente, IU ha sido la única formación parlamentaria federal, gracias a su unión con ICV) y siga sin distinguirse gran cosa del PP respecto a la cuestión nacional y la política del reconocimiento. A modo de ejemplo: ERC e ICV en Catalunya; BNG en Galiza; Aralar, Nafarroa Bai y lo que la judicatura del estado de excepción permita para la ocasión en Euskal Herria; etc., etc., son todos ellos espacios de poder sobre los que los activistas debieran pensar en incidir. Otro tanto cabe decir de las grandes estructuras sindicales y asociativas. Ciertamente, no desde la reproducción de las lógicas estatocéntricas de todas estas organizaciones, sino desde la persuasión, la presión o la política de influencias.

Y la cosa, se puede asegurar, funciona: quienes nos aplicamos a todo esto con las mismas ganas de toda la vida, hace ya tiempo que dejamos de martirizarnos con las refundaciones de la izquierda.