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[ es ] La cuarta crisis del régimen
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Artículo publicado en Diagonal, 16 de julio de 2013
En los últimos tiempos la “crisis del régimen” se ha convertido en un lugar común del debate de la izquierda. Sin embargo, por más que se hayan duplicado las manifestaciones, por más que las encuestas vaticinen la crisis del bipartidismo, la cruda realidad es que eso que se suele llamar crisis se está convirtiendo en un agotador ejercicio de espera en el que nada se acaba de concretar y sólo el neoliberalismo progresa.
Bajo eso que damos en llamar “crisis del régimen” se esconden cuatro crisis distintas y no todas ellas igualmente decisivas. La primera crisis es la crisis de legitimidad. De entre todas es la mejor que se puede presentar de manera convincente, pero también es la de mayor reversibilidad y más fácil solución. La crisis de legitimidad se observa en innumerables indicadores de encuestas que apuntan a la “desafección”, a que se piensa que el gobierno improvisa o que los políticos y la corrupción son el principal problema del país.
La segunda crisis es la crisis de representatividad –no necesariamente crisis de la representación en sí–. La crisis que se abre con el grito destituyente “no nos representan” no deja de guardar una ambivalencia. A saber: no nos representan, de acuerdo, pero ¿acaso somos representables? Hay quien piensa que sí, que otra representación –no digamos ya otros representantes– es posible. Basta con saber canalizar mejor las demandas sociales y votar otros diputados y, en lo fundamental, asunto resuelto. Sobre esta base operan hoy los diagnósticos de la mayoría de las izquierdas.
La tercera crisis es la crisis institucional. Esta crisis ha apuntado ya algunos síntomas importantes desde hace algún tiempo –sentencia del Estatut, corrupción generalizada, ninguneo a los sindicatos, etc.– y entre sus indicadores más destacados seguramente el fin del bipartidismo anunciado por las encuestas sería el más evidente y esperado. A diferencia de las dos crisis anteriores, esta crisis se hace más difícil de ver y, sobre todo, de concretar como un terreno de intervención. Aquí es donde, por ejemplo, las izquierdas realmente existentes se ven entrampadas por su propia implicación y corresponsabilidad para con el régimen. Esta crisis, de hecho, apenas les parece tal a no pocos de sus protagonistas y a lo sumo todo es cosa de algunos reajustes y, llegado el caso, de la consabida “refundación de la izquierda”.
Pero la crisis definitiva, la crisis sobre la que, en efecto, se pueda considerar que el régimen ha quebrado y la democratización deviene posible, es la crisis de institucionalidad. Ésta no sólo consiste en que las instituciones del régimen se hacen inoperativas, sino que su naturaleza es puesta en cuestión por las prácticas instituyentes de la ciudadanía. La institucionalidad no es posible sin cambio de valores, prácticas, de composición social, de cultura política. Ahí está el meollo del cambio de régimen.
Aquí ya no vale hablar con prédicas de grandes palabras –“revolución”, “independencia” o “proceso constituyente”–. Sin resolver esta crisis las demás son reversibles e incluso útiles al mando neoliberal. Se engaña quien se crea que puede haber atajos si el objetivo es una salida a la crisis del régimen que revierta en una democratización. No basta con invocar las grandes palabras de los relatos ideológicos, no basta con otros partidos, no basta con otros candidatos, urge articular a un tiempo otra institucionalidad: aquella de la democracia real.