Raimundo Viejo Viñas

Profesor, autor, traductor, editor, ciudadano activo y mucho más.

Abr

28

Nota 17 Sobre la justicia y la crisis del R78


Desde que Montesquieu estableció la separación de poderes en su tratado L’esprit des lois, los regímenes constitucionales se las han visto con la articulación de una tensión que les es constitutiva: la relación entre los distintos poderes del Estado. Por lo general, aunque no exclusivamente, los poderes del Estado son los tres identificados por Montesquieu: legislativo, ejecutivo y judicial. Esto no obsta, claro está, para que haya otros países en los que se reconozcan como poderes del Estado instancias institucionales que no alcanzan tal rango entre nosotros (tal es el caso, por ejemplo, de los poderes electoral y ciudadano en Venezuela).

La separación de poderes establece la independencia del poder judicial en sus actuaciones. Se trata, como es sabido, de una garantía fundamental en cualquier Estado de derecho que informa el sistema de contrapoderes del régimen democrático al asegurar que no se puedan dar tendencias autoritarias. El encaje democrático del poder judicial en el régimen del 78 se da por medio del Título VI (artículos 111-127) de la Constitución española. De acuerdo con este, el régimen «propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.» La Constitución se compromete a partir de ahí con los principios de imparcialidad, independencia, inamovilidad, responsabilidad y legalidad como principios rectores de la justicia. No recogido de forma expresa, pero presente igualmente estaría el principio de contradicción, que inspira los procesos judiciales y ofrece a las partes la opción de discutir los aspectos jurídicos y fácticos de cualquier contencioso.

El Tribunal Constitucional tras la sentencia sobre el Estatut de 2010

A la hora de conocer la manera en que se organiza el poder judicial es preciso tener presente que el Tribunal Constitucional no forma parte del mismo. Este órgano del Estado es independiente de los tres poderes y se somete únicamente a la Constitución española, así como a su propia ley orgánica. Sus magistrados, son nombrados por el Rey a instancia de las Cortes Generales (legislativo), el Gobierno de España (ejecutivo) y el Consejo General del Poder Judicial (judicial). Su composición, con todo, muestra claramente la preponderancia del poder legislativo (4 miembros nombrados por el Congreso y 4 por el Senado, por solo 2 del gobierno y 2 del CGPJ).

En buena lógica, el reparto de presencia en el Tribunal Constitucional deja entrever una primera línea de tensión (crítica) que se ha esgrimido respecto al Tribunal responsable en el diseño del régimen político. A saber: una dependencia excesiva de los partidos políticos, que disponen de la capacidad de nombrar jueces para el desempeño de los puestos correspondientes. Durante décadas, una vez consolidado el régimen del 78 y su bipartidismo imperfecto, basado en el PSOE y el PP con el apoyo de los partidos de centroderecha nacionalistas (PNV y CiU), el nombramiento del Tribunal Constitucional pudo mantenerse al margen de la contienda política.

Sin embargo, tras la sentencia sobre el Estatut de Catalunya (2010) y la crisis del bipartidismo (2011 en adelante), la última década ha visto como el nombramiento del órgano era objeto de críticas a su partidismo e injerencia en asuntos «políticos». Importante es recordar aquí, no obstante, que el Tribunal Constitucional no guarda relación jerárquica alguna con el Tribunal Supremo, ya que no forma parte del poder judicial. La diferencia es por tanto de carácter competencial y atañe a la protección del diseño institucional que formaliza la Constitución.

La organización del poder judicial y los partidos políticos.

El «gobierno» del poder judicial, independiente como poder del Estado que es, radica en el Consejo General del Poder Judicial. Su presidente lo es también del Tribunal Supremo y lo integran 20 miembros más procedentes del poder judicial repartidos en 12 jueces o magistrados elegidos por ley orgániza y 8 abogados o juristas elegidos por Congreso (4) y Senado (4) con mayorías de 3/5. En 2001 se introdujo una única modificación en la Ley Orgánica de 1985 para recoger que de los 12 miembros que deben ser Jueces o Magistrados, 6 serían elegidos por el Congreso y 6 por el Senado, a partir de una lista de 36 candidatas y candidatos.

En 2013, siendo ministro Ruíz-Gallardón, buscó un consenso «despolitizador» del proceso de nombramientos con el partido socialista. En los años siguientes, como se ha visto, tuvo lugar una crisis profunda del bipartidismo manifiesta en la emergencia, por un lado, de nuevas formaciones como Podemos, Ciudadanos y Vox; y, por el otro, en la tensión territorial creciente en torno a la cuestión catalana. De resultas de todo ello en la actualidad el poder judicial se ha visto ensombrecido a menudo por la sospecha de instrumentalización partidista.

Por si lo anterior fuera poco, el reciente nombramiento de Dolores Delgado, ex ministra de justicia, como Fiscal General del Estado ha desatado una nueva tormenta política sobre el poder judicial. Aunque su nombramiento ha sido formalmente correcto (solo faltaría), lo cierto es que el tránsito excepcional del ejecutivo a la Fiscalía no ha venido a reforzar la imagen pública de un órgano que en los últimos años ha carecido de la estabilidad de otrora. Baste con pensar el contraste de la alternancia entre Cardenal (PP, 1997-2004) y Conde-Pumpido (PSOE, 20014-2011), que se extendió durante casi tres lustros, y la media docena de fiscales que hemos tenido en los últimos ocho años. Una vez más, el régimen político acusa el desgaste de la crisis en que se encuentra desde hace al menos una década.

Así las cosas, el régimen actual no parece próximo a reconfigurar sus viejos equilibrios de poder. La crisis política, manifiesta con claridad en el sistema de partidos y su eventual redefinición y reestabilización todavía en curso, no es ajena a otros poderes del Estado que en la actualidad arrojan ya indicadores propios de una crisis de régimen más amplia que la sometida a la mera competición partidista.