May
21
[ cat ] Entrevista para Nous Horitzons
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1. Explícanos cual es la tematica que aborda tu trabajo “Principios de la ciudad. Tres paradigmas normativos ante la política contenciosa. Un ensayo sobre las prácticas instituyentes y la (re)organización de la esfera pública”
Mi trabajo aborda básicamente la cuestión del cómo tratar la política contenciosa desde un enfoque que haga congruentes los términos normativos en que se define un diseño institucional y la práctica de su gobierno. Dicho en un lenguaje menos académico: se trata de enfrentarse al conflicto político y su capacidad para producir nuevas instituciones y reestructurar las antiguas desde la coherencia de los principios sobre los que se funda la ciudad (vale decir, la política). Esto que en todo caso suena tan abstracto tiene, sin embargo, una traducción muy concreta en el terreno de la política. Vayamos por partes.
Primero hemos de tener claro que es la política contenciosa. Por tal se entiende toda una serie de fenómenos políticos marcados por la ausencia de un marco de referencia institucionalizado, esto es, una política que no obedece a prácticas conocidas de antemano, regularizadas y sobre las que se ha construido un consenso de legitimidad o, para ser más sintéticos, prácticas no institucionalizadas. Empíricamente esto abarca desde una pequeña lucha local (la oposición vecinal a una infraestructura, por ejemplo) hasta las grandes revoluciones (la Revolución de 1917).
Hasta ahora, las ciencias sociales en general, y la ciencia política más en particular (especialmente los enfoques positivistas y neoinstitucionalistas de esta disciplina), han demostrado un preocupante desinterés por la política que se sale de los cauces institucionales, condenándola por anómala, esto es, por falta de “nomos” o capacidad normativa. En general, los enfoques tradicionales de las ciencias sociales han tendido a considerar la política contenciosa de manera excesivamente funcionalista, como un “problema transitorio” entre dos equilibrios perfectos.
La evolución del mundo, sin embargo, y especialmente desde que la globalización ha venido a imponer sus reglas, no permite seguir abordando la política contenciosa desde su simple negación, confiando en que la política institucionalizada en el Estado nacional sea de por si suficiente para dar respuesta a modalidades políticas emergentes como las expresadas por los movimientos sociales. Buena parte de la literatura sobre la gobernanza es un intento (a menudo fallido) por seguir operando, a base de excepcionalidad, dentro de un paradigma en realidad ya obsoleto. Seguir confiriendo hoy la centralidad institucional al monopolio del Estado nacional es, como poco, un error grave de comprensión de la realidad global y local (glocal).
Antes bien, si queremos comprender la política en un mundo globalizado más nos vale que reorientemos buena parte de nuestros esfuerzos a comprender las formas políticas que están cuestionando, conflictuando y subvirtiendo los marcos institucionales en los que hasta ahora habíamos venido operando. Cuando se abre un horizonte constituyente como el que hoy se despliega ante nosotros más allá de las formas de poder constituido (id est, el Estado nacional), es preciso volver al principio para desde ahí poder comprender las nuevas prácticas instituyentes y efectuar de manera virtuosa la potencia de los acontecimientos a que hemos de hacer frente (por ejemplo, la crisis actual). Y el principio, en política, es la instauración del derecho de y a la ciudad; la ciudadanía ya no en el sentido de la subordinación a un soberano reificado en el Estado nacional, sino como acto creativo, constituyente, de los asuntos públicos o, si se prefiere, de la “res pública”.
Esto nos lleva al segundo aspecto que quería tratar: ¿cómo encajar normativamente estas prácticas instituyentes en un mejor diseño institucional? Volver al principio es volver a los principios. Tal y como explico al inicio de mi trabajo, esta dualidad semántica entre principio como marco normativo y principio como práctica instituyente que da comienzo o constituye no es casual, sino profundamente política (y, si se me permite, deconstructiva incluso a los ojos del soberano). Instituir es dar comienzo (“principio”) a una institución y, por consiguiente, es poner en marcha una forma regulada del quehacer político; algo que difícilmente se puede hacer sin un marco normativo de referencia (sin “principios”).
Así las cosas, una vez definida toda esta problemática, el trabajo pasa a tratar cómo es abordada la política contenciosa por los tres principales enfoques normativos de que disponemos hoy en día, a saber: el liberalismo, el (neo)republicanismo y la autonomía. Al tratarse de tres matrices normativas diferentes disponen de similar capacidad generativa para ofrecernos respuestas a los conflictos políticos de nuestro tiempo y sus implicaciones institucionales. Ello no significa, sin embargo, que sean igualmente competentes frente a según qué problemas y contextos concretos. En ocasiones un enfoque puede ser mucho más competitivo que otro y aportar mejores soluciones.
Por poner un ejemplo sencillo: en nuestro ordenamiento liberal, políticas de inspiración fuertemente neorrepublicana como la denominada “ordenança cívica” tienen difícil encaje. En la práctica, esto produce disfuncionalidades en el gobierno (lo que en vano conduce a más de uno a hablar en términos de gobernanza, en lugar de afrontar el problema de la institucionalización de las prácticas instituyentes de un orden social distinto a las que la mencionada ordenanza pretende hacer frente) y, por ende, a la “corrupción” del régimen (me refiero al concepto de corrupción que empleaban los clásicos para indicar precisamente las prácticas destituyentes que amenazaban la res pública). No quiero decir con ello que se haya de gobernar estrictamente en clave liberal, sino más bien que se ha de considerar los efectos en materia de legitimidad, eficacia y eficiencia, etc, que producen medidas mal elaboradas como la que ejemplifica esta ordenanza en cuestión.
En definitiva, gobernar hoy requiere afrontar un redimensionamiento de lo que está dentro y fuera del orden institucionalizado. Sólo así se puede afrontar de manera “salutífera”, al decir Maquiavelo, los acontecimientos que nos aguardan. Más aún si lo que deseamos es llevar a cabo un proyecto emancipatorio que efectúe políticamente (vale decir, institucionalizando en términos políticos) la potencia antagonista del conflicto social.
2. ¿Qué motivaciones te llevaron a hacerlo?
Para serte sincero, dos factores inspirados por la XI Tesis sobre Feuerbach de Karl Marx (aquella que decía “hasta ahora los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de maneras diferentes, se trata, sin embargo, de cambiarlo”): por una parte, mi propia experiencia política como ex militante de partido y activista de los movimientos sociales; por otra, la incapacidad profunda de la izquierda para comprender lo que está sucediendo (aunque ambos factores se entrecrucen); y al decir esto me refiero tanto a la izquierda parlamentaria (mal llamada “institucional”) como a la izquierda social o activista.
La izquierda parlamentaria ha demostrado una profunda incapacidad para comprender el carácter constituyente de la política del movimiento; algo doblemente grave dado que, además de un error normativo mayúsculo, conlleva un ejercicio de desmemoria peor que notable. Las organizaciones de la izquierda parlamentaria son hijas de la política del movimiento, ya sea en su declinación obrera (PSOE, IC-PSUC, EuiA, etc…), nacionalista (ERC) o ecologista (IC-Verdes). Como tales nacieron contra los regímenes de poder, instituyéndose desde la desobediencia de la ciudad o desobediencia civil (las huelgas, los sindicatos, las manifestaciones, los partidos obreros y tantos otros componentes que hoy integran con éxito institucional nuestro régimen político, acaso sea necesario recordarlo, no siempre fueron legales y alguien hubo de instituirlas).
Para mi resulta particularmente triste y preocupante ver cómo ante una demostración de creatividad tan fenomenal como la demostrada por el movimiento universitario (no sólo estudiantil) contra la implementación del Plan Bolonia, la izquierda parlamentaria (especialmente ERC e ICV; del PSC ya nunca espero nada) ha carecido por completo de capacidad para generar las condiciones institucionales de un diálogo efectivo con la parte de la ciudadanía afectada por la política de mercantilización de la enseñanza universitaria. No se trata ya sólo de la “minorización” deliberada de la ciudadanía activa (el estudiante tratado como un menor, no como ciudadano), ni de la intervención desmesurada de los Mossos en la gestión del conflicto (afortunadamente saldada con una imprescindible depuración de responsabilidades) o de tantos otros déficits democráticos vistos en los tres o cuatro últimos cursos y, especialmente, en el que todavía no ha terminado. Se trata, además (y precisamente porque se supone que hablamos de izquierda), de que las prácticas instituyentes del movimiento, por medio de la producción de espacios deliberativos como las facultades ocupadas, de herramientas decisionales como los referendums (en ocasiones, con mayor legitimidad y participación que algunos claustros y rectores) y tantas otras formas novedosas de hacer política, han conseguido desarrollar niveles de democracia participativa muy superiores a los de las instituciones que nos gobiernan, enrocadas en una impotente declaración de unanimidad parlamentaria con la derecha y la derecha extrema a favor de Bolonya.
En la izquierda parlamentaria alguien debería cuestionarse dónde queda la representación política de los miles que nos hemos manifestado contra la implementación del Plan Bolonia. Desafortunadamente, me temo, esta actitud arrogante, desesperada y extremadamente débil (una debilidad tan frágil como lo puede ser un consenso con CiU, PP y C’s) sólo provocará desafección política (al igual que antes lo hizo el proceso de elaboración del Estatut, el referendum sobre la Constitución Europea, la ley de partidos, la prohibición de listas abertzales, etc.). No se sorprenda esta izquierda, si luego no supera el umbral de la marginalidad electoral.
Y, por favor, no se me malinterprete ya que, al margen de mi oposición personal al Plan Bolonia, por razones que no vienen al caso (mercantilización, crecimiento insostenible, destrucción de las culturas minoritarias, etc.), de lo que se trata aquí es de cómo se hace frente al conflicto produciendo un nuevo marco de referencia para la participación debidamente institucionalizado (de esto va realmente mi ensayo y esto es, también, lo que lo motiva). Tanto si se está a favor como si se está en contra de la actual implementación del Plan Bolonia, la izquierda parlamentaria debería estar haciendo las cosas de una manera radicalmente diferente, abordando la negociación no ya desde la autorreferencialidad del poder constituido y su universo simbólico cultural (el parlamento como instancia soberana), sino desde el horizonte constituyente de las prácticas de la política movimiento.
En definitiva, la izquierda parlamentaria tiene un despiste más que considerable. Se vanagloria en su discurso de poder hablar de participación democrática cuando lo único que está demostrando es una búsqueda desesperada de aquiescencia a sus políticas por parte de los sujetos sociales que deberían estar protagonizando el cambio social en su marco de referencia institucional (la organización de partido, el sindicato, etc.). Mientras no se entienda esto, y mi trabajo es apenas una primera contribución modesta en este sentido, emplear expresiones como “izquierda transformadora” sólo conseguirá vaciar de contenido este marco referencial, provocando desafección (lo que electoralmente se traduce en victorias de la derecha).
Pero si con la izquierda parlamentaria la cosa no va bien, con el activismo tampoco va mucho mejor. Seguramente por la ruptura generacional que lo informa (estamos ante la primera generación socializada en la democracia), el activismo de hoy no comprende las inercias institucionales de las organizaciones parlamentarias (y no sólo éstas, sino otras igualmente institucionalizadas en la forma-Estado, a la manera, por ejemplo, de los grandes sindicatos en los mecanismos de la acción social concertada). Lejos de comprender hasta qué punto sigue siendo fundamental incidir sobre la maquinaria institucional del Estado nacional a la hora de producir políticas públicas y estructuras de oportunidad política favorables, el activismo realmente existente parece empecinarse en la reiteración de repertorios modulares de acción colectiva perfectamente obsoletos, como si de un mantra se tratase. Basta con observar hasta que punto las manifestaciones se han hecho tremendamente aburridas, incluso tras la incorporación de las batucadas.
Por poner un ejemplo igualmente ligado al contencioso que ha originado la implementación del Plan Bolonia: no se puede pensar que a fuerza de manifestaciones se hará cambiar de posición a las formaciones parlamentarias. Los activistas deberían estar extrayendo en estos momentos las conclusiones creativas lógicas que se derivan de sus movilizaciones de este curso y el pasado. Si algo ha demostrado este curso respecto al año pasado es que no se pueden agotar las energías en la convocatoria de manifestaciones masivas sin poner en marcha nuevas formas de participación ciudadana. Frente a la negativa unánime de las fuerzas políticas del Parlament (responsables, por ello mismo, de la deslegitimación de la representación política) no es de recibo volver a las calles como si el pulso de la masividad fuera suficiente. Se trata por el contrario, de inventar nuevas formas de presión política democrática (lo que los anglosajones llaman “grassroot lobbying”) que hagan cambiar los planteamientos actuales de nuestros gobernantes “desde abajo a la izquierda” (subcomandante Marcos dixit).
Por otra parte, el activismo debería tomar igualmente consciencia de sus propias limitaciones en materia de cultura política. Los procesos asamblearios, por ejemplo, siguen adoleciendo de unos niveles de violencia verbal, patriarcalismo, homofobia, etc., indignos de quien pretende demostrar que las cosas se pueden hacer mejor. El sectarismo ideológico y el conflicto edípico-identitario sigue pesando demasiado entre lxs activistas, incapaces muchas veces de comprender la complejidad de la política, su efectuación pragmática en el mundo realmente existente.
Existen, en fin, muchas otras motivaciones, de biografía política y académicas algunas de ellas, pero sin duda la preocupación por la situación actual que vive la izquierda es la más destacada. Si con mi trabajo logro estimular preguntas, debates y propuestas, me daría por más que satisfecho. Aunque quizás no se perciba a simple vista, la concesión de este premio para mí ha sido muy esperanzadora viniendo de donde viene; un gesto importante en una situación tan crítica como la actual que anima a pensar que es posible desbloquear ciertos planteamientos.
3. Qué crees que puede aportar tu trabajo a la construcción teórica del ecosocialismo?
Por poder podría aportar (sobre todo si tuviese continuidad y un mayor y mejor desarrollo) algo que a mi modo de ver es fundamental: el cómo de una política de la emancipación.
Me explico: desde las perspectivas políticas emancipatorias de las que el ecosocialismo quiere ser expresión como programa político, se suele hablar mucho del “qué” (del programa y las políticas públicas) y poco o nada del “cómo” (de la política propiamente dicha). Esto viene de antiguo: Marx, por ejemplo, fue capaz de un formidable diagnóstico del capitalismo decimonónico, pero nos dejó con las ganas de una teoría de la organización (esta la aportaría Lenin, con los consabidos déficits autoritarios) y de una teoría de la agencia (por esta seguimos esperando, aunque Rosa Luxemburg apuntase algunas ideas y el operaismo las desarrollase). A mi modo de ver, el principal problema no es tan sólo saber qué pasa y qué queremos conseguir (de esto vamos bien servidos), sino cómo hacemos para conseguirlo (aquí nuestra ignorancia es considerable).
En la actualidad, de hecho, existen sobradas alternativas al capitalismo capaces de superarlo en eficiencia y justicia social (la renta básica o el software libre son dos buenos ejemplos). En el último medio siglo (y no sin el terrible coste del periodo histórico inmediatamente anterior) se han producido las bases materiales para otra forma de organización social. A esto se refieren autores como Paolo Virno con la paradójica expresión “comunismo del capital”. Pues bien, es a partir de esta potencia, donde hay que insertar las estrategias políticas emancipatorias. Seguir mirando a los paradigmas de éxito en los Treinta Gloriosos y al welfarismo de inspiración keynesiana no es un programa de mínimos es, literalmente, una involución histórica. A fuerza de resistencialismo, parece que la izquierda se obstine en no querer salir de sus propios bucles ideológicos.
Las razones para todo esto son múltiples, pero la excesiva dependencia organizativa de la especialización funcional propia del taylorismo (el profesor de universidad que piensa la renta básica pero no ejerce más allá de su función de sabio, el político que aprueba leyes y toma decisiones, pero no se informa ni reflexiona lo suficiente, etc.…; figuras todas ellas encerradas en nichos conectados por automatismos ineficaces) es una de las que más pesa. Todo ello depende sobremanera de los diseños institucionales en que operamos (el taylorismo, junto con el keynesianismo y el fordismo siguen siendo lastres más que notables para la cultura política de la izquierda).
Mi trabajo puede aportar aquí, bien que modestamente, no pocas preguntas y algunas reflexiones sobre cómo incidir de manera constructiva en estos diseños. Hoy en día urge redefinir el papel del partido político como interfaz representativo de la política del movimiento, apremia resituar el Estado nacional en el horizonte de su propia obsolescencia; se nos impone, en fin, dar rienda a la potencia creativa de la multitud. La seguridad política de los marcos de referencia institucionales en que nos movemos es sólo pan para hoy y hambre para mañana. La derecha ya ha encontrado en el estado de excepción, la guerrra global permanente o el espectáculo de la crisis algunas herramientas eficaces para seguir disciplinando las sociedades. Va siendo hora de ponerse al día.
4. Ante la crisis actual, ¿qué papel crees que debería jugar la izquierda alternativa?
Primero tendríamos que ponernos de acuerdo en que es esto de la izquierda alternativa. Aunque yo mismo, por pura comodidad y voluntad de comunicar he recurrido a conceptos como izquierda y derecha, la realidad política actual es que estos conceptos son de escasa o nula utilidad; inútiles, digo, desde el momento en que la genealogía de esos conceptos nos remite a un aparato categorial judeo-cristiano e institucionalmente fundado en el parlamentarismo. Con alternativa, transformadora u otros adjetivos pasa algo similar (¿alternativa a qué, transformadora de qué?). Cualquier papel relevante habría de comenzar por esta autodeconstrucción de la que se dice izquierda alternativa.
Suponiendo que fuésemos capaces de ponernos de acuerdo en estas premisas conceptuales, o si se prefiere, “haciendo como que nos entendemos, a fin de entendernos”, diría que la izquierda alternativa ha de jugar un papel central en las tareas de enunciado de propuestas e implementación de soluciones a los problemas que se concentran simbólicamente en esto que llamamos crisis (¿la crisis de qué, de quien?). Para ello, así lo he intentado plasmar en mi ensayo, no basta con situarse en la cómoda posición de la responsabilidad gubernamental o en la centralidad del parlamentarismo (vale decir del triángulo institucional que prefiguran la opinión mediática –que no pública–, las instituciones del gobierno representativo –parlamento, ayuntamientos, etc– y la competición electoral –la distribución de mandatos o fragmentos de autoridad soberana). A mi modo de ver es preciso (y urgente) desplazar el epicentro de la izquierda alternativa (y con ello recuperar la iniciativa en la estrategia política) hacia la política del movimiento.
No quiero decir con ello que no sea importante ganar elecciones, alcanzar posiciones de poder institucional y gobernar. Me refiero a que es preciso redefinir por completo lo que ha sido la estrategia estatocéntrica de la izquierda en general, y de la izquierda alternativa más concretamente, para remplazarla por una estrategia movimentocéntrica, mucho más ágil y reactiva a los contextos de incertidumbre y extremadamente cambiantes en que vivimos y de los que esta crisis es, sin duda, un formidable agregado. En la actualidad se han enunciado grandes propuestas y desafíos (antes citaba la renta básica y el software libre, pero son sólo dos ejemplos) que se arriesgan a ser reapropiados en clave conservadora. Al igual que ya ha sucedido en otras ocasiones, todo progreso puede verse colapsado y posteriormente vaciado por estrategias conservadoras.
Así ha ocurrido en las últimas décadas con la contrarrevolución neoliberal, respuesta a los desafíos emancipatorios de las sesenta y setenta (feminismo, ecologismo, pacifismo, etc.) que los ha ido vaciando de contenidos (hoy incluso el PP se podría decir preocupado por la mujer, el medioambiente, etc.). Para que esto no suceda es fundamental comprender el momento constituyente en que nos encontramos, volver a los principios de la ciudad y desde ahí proceder a rediseñar nuestros marcos institucionales canalizando toda la potencia de la multitud en políticas sociales y una ofensiva política emancipatoria.