Raimundo Viejo Viñas

Profesor, autor, traductor, editor, ciudadano activo y mucho más.

Abr

29

Singularidad e individuo


by

Francesco Raparelli

(Esc/Atelier autogestito | CLAP)

Traducción realizada para Artefakte/Simbiosis Culturales, el 8 de enero de 2020

Gilles Deleuze, en Italia, fue muy odiado. Sobre todo por la academia. Y lo fue porque sostuvo el 68 francés primero y más adelante la Autonomia Operaia y el Settantasette. Filósofo de «parte de los sin parte», filósofo del conflicto. Tales simpatías “peligrosas” —y no solo su hostilidad hacia la dialéctica hegeliana— le valieron años de excomunión. En los años ochenta  —con Heidegger, el pensiero debole y el fin del hegelo-marxismo— Deleuze fue maltratado de nuevo porque su “posmodernismo” —elaborado por completo junto a Félix Guattari en Mille Plateaux— comportaba odio por el Estado, “máquinas de guerra”, crear formas de vida alternativas al capitalismo. De ser posmoderno, lo son también los “sacerdotes” del suelo patrio; con el fin de las luchas y la historia, la aceptación eufórica del presente, de Craxi y de Berlusconi.

Al igual que sucedió con Michel Foucault —tarde y poco a poco— la Academia italiana comenzó a incorporar al “monstruo” Gilles Deleuze; transformándolo, como se hace en estos casos, en un perro doméstico (animal edípico por excelencia); separándolo claramente de Guattari, demasiado militante y demasiado marxista. ¿Cuál fue el punto de apoyo útil para hacer posible esta labor de domesticación? La noción de “diferencia”. Al igual que la “inmanencia”, otro concepto que deriva de Spinoza el autor de Logique du sens, la diferencia fue otra buena oportunidad para apoyar los fastos del neoliberalismo. Precisemos: por medio de la inmanencia —al confundir a Spinoza con Plotino— se promueve el fin del conflicto social y el amor incondicional por el mundo tal como es; por medio de la diferencia, el triunfo de los individuos, precisamente con sus diferencias irreductibles, y del individualismo.

Ya en 1964, al releer un trabajo fundamental y descuidado de Gilbert Simondon, Deleuze deja en claro que la diferencia no tiene nada que ver con los individuos ya formados. Antes bien, existen procesos de identificación y no coinciden con el Ser; apenas son un “momento”; y ciertamente, no el primero. La noción de diferencia —erróneamente confundida con las de cualidad y extensión (de cuerpos individuados)— considera al ser como un “campo intensivo”, preindividual, genético. En referencia a las palabras de Simondon, la diferencia se combina con el concepto, decisivo en termodinámica, de “energía potencial”; al punto de convertirse en una “diferencia de potencial” que preside, acompaña y dirige la constitución (física, biológica, psíquica) de los individuos. En la individuación vital, biológica y psíquica, la “disparidad” preindividual no limita sus “informaciones”, tal y como sucede con una piedra o un cristal. El campo intensivo, real aunque desactualizado, continúa su “labor”, modificando a partir de los encuentros, las composiciones y las descomposiciones, los cuerpos, los afectos, las ideas.

La noción deleuziana de diferencia, en lugar de confundirse con la del individuo (tan preciada a los viejos y nuevos liberales), coincide con la de “singularidad”. El Ser, no siendo no individual, es singular. Mejor aún, coincide con una multiplicidad de singularidades, de diferencias potenciales que —en palabras de Deleuze— “constituyen la individualidad”.

Hasta aquí, desde el punto de vista ontológico, tomamos una sólida referencia a Bergson. Ciertamente dejamos de lado las simplificaciones neoliberales en bruto, que quieren la diferencia al servicio del mercado y la democracia representativa, pero nada más. De hecho, no está claro por qué motivo, con la definición de diferencia como una singularidad productiva, Deleuze también se está ocupando de política y conflicto.

Para entender esto es necesario estudiar con atención los textos de Deleuze dedicados a Spinoza. A condición, por supuesto, de no confundir a Spinoza con Plotino. Sin olvidarse nunca, asimismo, que antes de Spinoza también estuvo Nicolás de Cusa; pero, sobre todo, el materialismo de Bruno. Al estudiar y no hojear esos textos, nos damos cuenta de que la noción de singularidad coincide con la de potentia. La potencia spinoziana —la esencia singular propiamente dicha— es el conatus, el esfuerzo de perseverar en la propia existencia, pars intensiva de la infinita potencia productiva de Dios. Usando un término alemán, tan querido a Leibniz como a Schelling y Marx, decimos que Dios (o el Ser o la Naturaleza) es Quelle, fuente. Pero esta fuente siempre es múltiple —una serie infinita de
potencias—, como múltiples son los entes en los que estas potencias se expresan.

Las potencias confluyen en el plano de la esencia (en el que son “complicadas”). Pero, ¿puede decirse lo mismo para el plano de la existencia (en el que “se explican”)? Y de ser así, ¿cuál es el poder desde el punto de vista de las entidades, de las cosas lanzadas a la existencia? La potencia —siempre actual— de ser afectado; en el sentido de sufrir como de actuar. En todo caso, recurriendo a un término matemático querido por Deleuze, la potencia de cada “cosa singular” es siempre la “relación diferencial” entre pasión y acción. Relación, por descontado,
que se implanta en el conato.

La transición de la ontología a la política —y al conflicto— comienza a ser más clara cuando Deleuze, con la Ética, se detiene en los “modos finitos”, en la dinámica de los cuerpos y la trama de las pasiones. El “pesimismo” de Spinoza –y, añado yo, el de Deleuze– está fuera de toda duda: somos principalmente pasivos, marcados por ideas inadecuadas, dominados por la imaginación. Nuestra potencia es, ante todo, la potencia de sufrir, pasiones tristes (envidia, vanidad, odio, celos, ambición desmesurada, etc.) que constriñen, agotan la cupiditas (el conato propiamente humano). Y aún así, las pasiones, siempre fluctuantes y casuales, también son alegres: el encuentro amoroso, pero también, de forma más banal, un alimento cuyo sabor puede hacernos disfrutar; un chiste que no podemos resistir, ese atardecer con sus colores nunca vistos, la dulzura de aquel rostro, la combinación con esa herramienta que reduce la fatiga de mi trabajo. Encuentros fortuitos, pasiones alegres que aumentan nuestro poder de existir y actuar.

Con todo, si solo estuviésemos “sujetos a la casualidad”, ¿tendríamos política e, incluso, democracia? Obviamente no. Sin embargo, el aumento de los encuentros alegres es la premisa ética de las nociones comunes o razón. Spinoza —insiste Deleuze— presenta un devenir activo, un devenir la causa adecuada para los propios afectos, por entero materialista. Las nociones comunes no son más que ensamblajes alegres conquistados desde el punto de vista de la causa, de la necesidad. Reglas de combinación, concatenamientos que se actúan y no que se sufren de forma accidental. Más aún: decir nociones comunes significa afirmar el aumento, común y singular, de la potencia de existir y de actuar (que es siempre potencia de pensar). De las tristes pasiones a la razón, de la razón al amor a Dios en tanto que Naturaleza, al tercer tipo de conocimiento: el proceso de liberación nunca concierne a los individuos, sino el pasaje —siempre reversible, antagónico y polémico— de lo múltiple ontológico y ético a la multitud, cuerpo social y político de la democracia. Ciertamente, a nadie escapa la atención que Deleuze dedica a la beatitudo y a la parte V de la Ética. Experimentar nuestra eternidad, devenir “puramente expresivos”, significa pasar del conocimiento adecuado de las relaciones al de las esencias singulares. Tampoco escapa a nadie, de igual modo, que para experimentar la pars intensiva, el grado propio de la potencia, para Deleuze como para Spinoza, es preciso pasar por un “devenir revolucionario”; por una composición activa de los derechos (que coinciden con las potencias), a fin deconstruir instituciones capaces de vencer las tristes pasiones. Democracia absoluta, de hecho.

A través de las singularidades productivas, por tanto, redescubrimos, de nuevo, a Deleuze filósofo del conflicto y la afirmación al mismo tiempo. Lástima que no todos se atrevan a aceptar esta combinación, haciendo del segundo cuerno, ontológico y ético, la cancelación irenista del primero, político y polémico. Como quiera que sea, sigue siendo necesario decir la verdad.

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Este texto corresponde a la ponencia impartida en la Deleuze Studies Conference celebrada en Roma (agosto 2016). El original en italiano puede ser consultado en la página web: la deleuziana.org